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Actualizado: 2 de junio de 2025
Felicia, la criada, nos decía que empleaba media hora larga en atusársela, untándola con perfumados aceites; que nunca dejaba, al llegar o salir de casa, de contemplarse al espejo con delectación, alejándose y aproximándose para gozar de su figura a distintos puntos de vista, y que el colocar el sombrero al salir a la calle era negocio largo.
-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
¡Para mí bastante desgracia, Telva! exclamó la buena mujer rompiendo de nuevo á sollozar. Demetria se nos va... ¿Pues? Felicia guardó silencio. Pero el prudente Goro le habló de esta manera: Las cosas de este mundo, Telva, no están siempre en el mismo ser.
Ya adivinará usted á lo que vengo... Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios. Vengo por Demetria... ¿Dónde está? Felicia se puso todavía más pálida. Arriba está dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había quedado ronca. Llámela usted. Demetria, baja quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan débil que apenas pudo llegar arriba.
La tía Felicia, que estaba roja como un tomate y unas veces reía y otras lloraba y otras abrazaba á todo el que se ponía al alcance de sus brazos, quería lucir á su hija á todo trance, quería presentarla en la romería. La tía Agustina, que también deseaba lucir á Nolo, secundó calurosamente este proyecto. Nadie se opuso á él.
Nada; sus registros resultaban siempre inútiles. La desventurada Felicia lloraba sin cesar. Nolo hacía esfuerzos por animarla. Pero tanto como ella necesitaba él de alientos, aunque por diferente motivo.
Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela.
Felicia salió con un vaso y una botella en las manos: escanció el rojo licor de Castilla y lo ofreció liberalmente al gaitero y tamborilero. Que usted la goce muchos años, tía Felicia, y que esa manzanita encarnada que está al balcón no se la coma ningún pícaro, sino un hombre de bien como el tío Goro... La Virgen del Carmen las proteja... Adiós... adiós...
¿Conoces á un hombre que se llama Gregorio? preguntó á un niño que jugaba en la calle. El niño la miró con asombro y no respondió. Vamos, dí, ¿conoces á un hombre que se llama Gregorio, que tiene por mujer á una que se llama Felicia? volvió á preguntar con impaciencia. El mismo asombro y el mismo silencio por parte del chico.
Pepa la agasajó y la consoló cuanto pudo. Se comprendía que las lágrimas de la desdichada madre le hacían daño. Se había puesto pálida y temblorosa. Cuando al fin salieron de la choza les acompañó un rato. Felicia quería proseguir sus investigaciones, mas Nolo se opuso resueltamente á ello: sobre ser inútil, el estado de fatiga en que se hallaba no lo permitía.
Palabra del Dia
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