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«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!». «No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».

Cerca del anochecer vió pasar á un jinete solo, que bajaba la cabeza obstinadamente. Era Ricardo Watson. Se dió cuenta, por su traje cubierto de polvo y por el aspecto de su cabalgadura, que no venía del entierro como los otros.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil». Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan la idea en voz alta. Hubo una que gritó: ¡Así, que rabien los de la pitanza! Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

Ea, Magdalena me dijo después de los primeros cumplimientos, no ponga usted esa cara tan triste. Qué diablo, un matrimonio no es un entierro... Casi exclamé dando un suspiro. Entonces preguntó el notario volviéndose hacia la abuela, ¿la conversión no se ha verificado?... ¡Ay! murmuró la abuela.

Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos». Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo.

Dos días después, Lubimoff vió salir, una mañana, al coronel, vestido de negro. Iba al entierro de Martínez. El y Novoa, como españoles, tenían el deber de acompañar al héroe en su último viaje sobre la tierra. A la vuelta relató al príncipe sus impresiones, con una concisión dolorosa. Unos cuantos oficiales convalecientes habían seguido al féretro.

Tal vez ha ido á Fuerte Sarmiento con don Moreno para el entierro de mi pobrecito patrón. Al quedar sola, Elena empezó á preocuparse de su esposo, personaje olvidado que parecía resurgir con nueva importancia. Estaba acostumbrada á considerarlo como un ser falto de voluntad, pronto á aceptar todas sus ideas y creyendo lo que ella quisiera hacerle creer.

«¡Ah!, , el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?». La mirada se volvió húmeda. ¿Yo?... ninguno. ¿A pesar de lo mal que me porté contigo?... Ya te lo perdoné. ¿Cuándo? ¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día. Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.

Todos los que viven del arte son egoístas, con egoísmo implacable y feroz. Yo mismo, viendo pasar un entierro, me he olvidado del muerto para pensar: «Ese que va ahí me conocía tal vez...» Y, como Sara, he comprendido que la desaparición de aquella vida mermaba un poco mi pequeña popularidad.

Pero, ¡qué temporal, querida Marianela, qué temporal hemos corrido!... Una vez liquidadas todas las deudas, nos quedó, como te digo, la estancia vieja y unos trescientos mil pesos. Y entonces me dijo Ricardo: «¿ te atreves a enterrarte unos cuantos años en «Los Carpinchos?» «Yo me entierro contigo en el fin del mundo» le respondí. Gran abrazo.