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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Tenía ella los ojos encendidos como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena. Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él; vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración interior.
De la calle de Santa Fe a la de Entre Ríos, de ésta a la de Suipacha, donde vivía don Raimundo, de aquí otra vez a la de Santa Fe, y por último, ya encendidos los faroles, a su casa, cuerpo y espíritu abatidos por la fatiga y el poco éxito, pues no encontró lo que buscaba, ni logró ver a nadie: en la puerta, tropezó con don Pablo Aquiles, que llegaba. Miráronse. ¿Nada? preguntó don Pablo.
Eran animales de nerviosa viveza, fuertes y robustos, hasta el punto de hacer temblar el suelo, levantando una nubecilla bajo sus patas; el pelo fino y brillante como el de un caballo de lujo, los ojos encendidos, el cuello ancho y arrogante, cortas las patas, delgada y fina la cola, los cuernos sutiles, puntiagudos y limpios, cual si los hubiese trabajado un artífice, y la pezuña redonda y diminuta, pero tan dura, que cortaba la hierba como si fuese de acero.
Poco a poco aquellos ojos iban adquiriendo expresión más sombría, los párpados se le caían, se ponían encendidos y se movían a un lado y a otro con más dificultad. D. Santos, a quien sorprendía aquella manera de beber, se atrevió a decir: Fernandita, bebe usted como un sumidero. ¡Porra! Tengo miedo que le dé a usted un torozón.
Los ojos de éste comenzaron a ponerse encendidos y encarnizados, como los de un lobo, su sangre llameó repentinamente y con brusco ademán la sujetó brutalmente por la cintura. Fernanda dejó escapar un grito ahogado. ¿Qué tienes?... ¿Por qué te enfadas?... ¡Déjame!... ¡Déjame, bruto! Luchó, forcejeó con desesperación, pero no logró desasirse...
Suicidios, tisis, quiebras, fugas, enterramientos en vida, pasaban como por una rueda de tormento por aquellos dientes podridos y separados, que tocaban a muerto con una indiferencia sacristanesca que daba espanto. El vejete terminó su historia al por menor con los ojos encendidos de orgullo. ¡Qué memoria la suya!, pensaba él. ¡Qué mundo este!, pensaban los demás.
Y la mano del bufón estrechaba ardiente y calenturienta la mano de Dorotea, y sus ojos cruzados, encendidos, extraviados, se fijaban en ella con una ansia dolorosa, y en su boca entreabierta, por la que salía una respiración ronca, asomaba ligera espuma blanca. La joven se aterró al ver el aspecto del bufón, y quiso desasirse.
Antes que me descubran y descapiroten, fuerza es que se apaguen todas esas luces. Abu-el-Casín así me ha hablado: cuando llegó a mí, hubo de echar al agua para apagarlos a los esclavos que él sabiamente convirtió en hachones encendidos. La obscuridad es lo que me conviene por ahora. Lo entiendo respondió el Sultán . Hágase como tú lo dices.
Verdad, verdad santa, pobre diosa destinada á sufrir y llorar por todos nosotros; destinada á sacrificarse por todos los hombres, y á recibir en cambio la burla y el insulto de los mismos que tú redimes con tus dolores; tú que has sido quemada en tantas hogueras; tú, que con la cabellera tendida por la espalda, vestida de luto y con los ojos húmedos y encendidos, subiste tantas veces la escalera infame de tantos cadalsos; tú, envenenada en Sócrates; crucificada en Jesucristo; ajusticiada en la doncella de Orleans; cargada de hierros en Colon; muerta de miseria en Cervantes; pobre diosa, vive y llora, llora y triunfa, porque tú triunfas aún cuando lloras!
Sobre los adornos y bordados de la túnica de la Virgen se ven las empuñaduras de las siete espadas que le traspasan el pecho. En la procesión del Sábado Santo, todos los personajes del Antiguo Testamento y los judíos y los soldados romanos se desvanecen y se eclipsan ante la divina imagen de la Virgen. Sólo la acompañan el clero y la muchedumbre piadosa con innumerables velas y cirios encendidos.
Palabra del Dia
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