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Actualizado: 27 de julio de 2025
Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café.
El sol inundaba de luz la magnífica rada; un ligero matiz de púrpura teñía la superficie de las aguas hacia Oriente, y la cadena de colinas y lejanos montes que limitan el horizonte hacia la parte del Puerto permanecían aún encendidos por el fuego de la pasada aurora; el cielo limpio apenas tenía algunas nubes rojas y doradas por Levante; el mar azul estaba tranquilo, y sobre este mar y bajo aquel cielo las cuarenta velas, con sus blancos velámenes, emprendían la marcha, formando el más vistoso escuadrón que puede presentarse ante humanos ojos.
Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío. ¡Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio, fija la mirada en la rojiza lumbre! A veces, los encendidos leños asumían formas que su imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera convertía aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo el tétrico drama de su vida.
El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Uno de los pollos proponía un baño general: que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reír a un mismo tiempo a las damas.
El cielo estaba nublado y tenía un color gris que sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se extendían por todo su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se alejaba, se alejaba llevándose para siempre su tesoro, precedida de una gran cruz de plata en medio de dos cirios encendidos. Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando palabras incoherentes.
Salió de la tienda Uceda y necesitó esperarla cerca de media hora paseando por la muralla. Al fin llegó y echaron á andar emparejados. Era ya noche completa: los faroles de la ciudad estaban encendidos. El mar rugía sordamente, batiendo su recinto amurallado. Y cuando venga la gente de la reunión ¿qué les dirá el chico? preguntó Manolo. Que me dolía la cabeza y estoy en mi cuarto durmiendo.
Abrió los ojos, sus divinos ojos obscuros, encendidos otra vez con un sano fulgor de alegría, y vió cómo la luna, al través de los vidrios descubiertos, ponía a los pies de su cama una pálida alfombra de luz que iluminaba tímidamente toda la habitación.
Algunos otros estaban envueltos en sus mackintosh, metidas las manos en los bolsillos, los rostros encendidos, azulados o muy pálidos, y generalmente desconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse convertido en el alcázar de la displicencia.
Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas y le floriture del atolondrado, cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de H *, y en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se precipita en la habitación. ¡Don Fernando! A su voz salió uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y de muy galantes modales. ¡Señora! ¿Me ha enviado usted esta esquela?
El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo hallábase tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio, como si hubiera vivido diez años de penas en el transcurso de algunos días. Sus ojos encendidos conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso.
Palabra del Dia
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