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Desapareció la doctora, aturdida por este diálogo, del que sólo podía adivinar algunas palabras. Freya, inmóvil, con los ojos adormecidos y una rodilla entre sus manos cruzadas, se mantuvo aparte, entendiendo la conversación, pero sin intervenir en ella, como si le ofendiese el olvido en que la dejaban los dos hombres.

Estos paseos representaban para ella horas de alegría y libertad, como si sus largas permanencias al lado de la doctora fuesen de monótona servidumbre. Una tarde la esperó Ulises lejos del hotel, para evitar el espionaje del portero.

Ninguna de las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro, que era ya medio doctora, habían entendido la conversación que acabo de referir. Las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello. Era la madrugada cuando las columnas de vanguardia comenzaron a salir de Bailén.

Este hombre, extremado en sus pasiones, se expresaba ya como si la doctora hablase por su boca.

Estaba celoso de los incógnitos amigos que almorzaban con Freya. En vano afirmó ésta que era la doctora la única compañera de las horas que pasaba fuera del hotel. El marino, para tranquilizarse, exigió que la viuda aceptase sus invitaciones. Debían dar mayor amplitud á sus paseos, debían visitar las bellas afueras de Nápoles, almorzando en sus alegres trattorias.

Ella era doctora de la Universidad de Melbourne; doctora en música... Jaime, disimulando el asombro que le causaban estas noticias de un mundo lejano, hablaba de él, de su familia, de su país, de las curiosidades de la isla, de la caverna de Artá, trágicamente grandiosa, caótica como una antesala del infierno; de las cuevas del Dragón, con sus bosques de estalactitas luminosas, cual un palacio de hielo, y sus lagos milenarios y dormidos, de cuyo profundo cristal parecía que iban a surgir mágicas desnudeces semejantes a las de las hijas del Rhin que guardaban el tesoro de los Nibelungos.

El paisaje cambió á ambos lados de la vía, que atravesaba ahora terrenos pantanosos. En las blandas praderas chapoteaban y rumiaban rebaños de búfalos, rudos animales que parecían tallados á hachazos. La doctora habló de Pestum, la antigua Poseidonia, ciudad de Neptuno, fundada por los griegos de Sybaris seis siglos antes de Jesucristo. Su prosperidad comercial dominaba toda la costa.

La doctora y ella habían venido de Roma á refugiarse en Nápoles, huyendo de las intrigas y murmuraciones de la capital. Los italianos se peleaban entre ellos: unos eran partidarios de la guerra, otros de la neutralidad. Ninguno quería ayudar á Alemania, su antigua aliada. ¡Tanto que les hemos protegido! exclamó . ¡Raza, falsa é ingrata!...

Todo estaba listo: el buque esperaba á su capitán. La doctora despidió á Ulises con cierta solemnidad. Se hallaban en el salón, y dió una orden en voz baja á Freya. Esta salió para volver inmediatamente con una botella estrecha y larga. Era vino añejo del Rhin, regalo de un comerciante de Nápoles, que guardaba la doctora para una ocasión extraordinaria.

Conocía por su «distinguida amiga la señora Talberg» muchas de las aventuras náuticas de Ferragut. A él le interesaban los hombres de acción, los héroes del Océano. Ulises notó de pronto en su noble interlocutor un afecto caluroso, un deseo de agradar semejante al de la doctora. ¡Hermosa casa aquella, en la que todos se esforzaban por hacerse simpáticos al capitán Ferragut!