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Actualizado: 29 de octubre de 2025
En la hora sedante del crepúsculo toma un aspecto severo y arcaico de yerma ciudad castellana, que evoca el heroico redoblar del Romancero o la sandalia de Teresa de Ávila, la celeste doctora, y vaga en su gran paz un perfume antiguo de penas olvidadas y de encantos añejos.
Todo lo encontraba igualmente amable, la gente que transitaba por las calles, el ruido napolitano del anochecer, el mar obscuro, la vida entera. Se despidieron ante la puerta del hotel. El conde, á pesar de sus ofrecimientos de amistad, se fué sin decirle cuál era su domicilio. «No importa pensó Ferragut . Volveremos á encontrarnos en casa de la doctora.»
La excitación de los besos, incesantemente renovada, le había hecho ansiar una entrega inmediata, con el exasperamiento del deseo... Al verse ahora cerca del hotel recobró su energía, como en presencia de un peligro. ¡Adiós, Ulises! Mañana nos veremos... Voy á pasar la noche en casa de la doctora.
Además, quería gozar de una libertad completa en sus relaciones amorosas. Su amiga, que era para ella como una madre, facilitaba sus deseos. Los dos iban á vivir en su casa. Ferragut se sorprendió al conocer la amplitud del piso ocupado por la doctora.
La doctora siguió diciendo cuenta con el entusiasmo patriótico, que le enardece para continuar sus trabajos.
D. Narciso dejó escapar una risita maligna y dijo con acento irónico: ¡Mire usted cuántas cosas sabe de teología moral la señorita! Habrá que declararla doctora de la Iglesia, como a Santa Teresa. ¡Caramba, tampoco está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Conque doctora de la Iglesia! ¡jo! ¡jo!... ¡Pero qué perverso es este D. Narciso! ¡Jo! ¡jo! ¡jo!... ¡Es mucho D. Narciso!
Ulises iba á exponer rudamente sus dudas sobre el equilibrio mental de la enfurruñada viuda, cuando les interrumpió la doctora. Contemplaba la palúdica llanura de acantos y helechos vibrante bajo la estridencia de las cigarras, y este espectáculo de verde desolación la hizo evocar el recuerdo de las rosas de Pestum cantadas por los poetas de la antigua Roma.
¡Buena suerte, capitán! dijo la doctora . Volverá usted pronto y con toda felicidad, ya que trabaja por una causa justa... Nunca olvidaremos sus servicios. Freya quiso acompañarlo hasta el buque. El conde inició una protesta, pero se contuvo viendo el gesto bondadoso de la sensible dama. «¡Se amaban tanto!... Había que conceder algo al amor...»
La doctora recordaba la catedral de Salerno, vista en la tarde anterior, donde estaba enterrado Hildebrando, el más tenaz y ambicioso de los papas. Sus columnas, sus sarcófagos, sus bajos relieves, procedían de la ciudad griega olvidada siglos y siglos, y que únicamente en la época presente volvía á recobrar su fama, gracias á los anticuarios y los artistas.
Al ver al marino continuaron instantáneamente su conversación en inglés. Buscando ingerirse en el diálogo, preguntó á Freya cuántos idiomas poseía. Muy pocos: ocho nada más. La doctora tal vez conoce veinte. Sabe las lenguas de pueblos que ya no existen hace muchos siglos.
Palabra del Dia
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