Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 27 de mayo de 2025


A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos, que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros, toman la sonrisa de la Joconda, se envuelven en los tules luminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas, ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens.

Esta lenta transformación la seguía Gabriel con la vista al visitar la catedral, encontrando el rastro de sus evoluciones. El grandioso templo era un gigante calzado con zapatos toscos y cubierta la cabeza de deslumbrantes penachos. Las bases de las pilastras eran groseras, sin adorno alguno.

Estallaban luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como rojo, veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lentamente, y bajo la movible tienda de seda, como un sol asomando entre nubes de perfumes, la deslumbrante custodia, que hacía bajar las cabezas, como si nadie pudiera resistir la fuerza de su brillo.

Dupont, que había traído artistas de Sevilla para decorar la iglesia, y encargado a los santeros de Valencia varias imágenes deslumbrantes de colorines y oro, sintió cierto remordimiento ante la antigua casa de los viñadores, no atreviéndose a tocarla. Tenía mucho carácter; equivalía a un atentado rejuvenecer con reformas este refugio de los braceros.

Eran iguales á los palacios de Oriente: obscuras y tristes en los muros exteriores; deslumbrantes en su interior, como un lago de nácar. Algunos recibían nombres terrestres, por la forma especial de su concha: la liebre, el casco, el cuerno de Tritón, el tonel, la sombrilla mediterránea.

La cola del manto, con una amplitud de muchos metros, descendía detrás del «paso», abombada por una especie de miriñaque de madera, mostrando el esplendor de sus bordados pesadísimos, deslumbrantes, costosos, en los que se había agotado la habilidad y la paciencia de toda una generación.

Les aguardaba al otro lado del pantano o de la selva la ciudad de encantamiento, con sus techos deslumbrantes y un monarca poseedor de montañas de esmeraldas, que acabaría por darles su hija más hermosa y con ella todos sus tesoros.

Variaba su juego caprichosamente, cometía errores voluntarios, y el éxito le salía siempre al paso. Al fin se cansó. Esto fué antes de la guerra, y en vez de las fichas de hueso que representan cien francos, se jugaba con hermosas monedas de oro de igual valor. Tenía ante él numerosas y deslumbrantes columnas de dicho metal; fajos de billetes... ¿Quién quiere dinero?

Detrás de ella lucía el retablo del altar mayor su majestuosa fábrica de un dorado suave y viejo: todo un mundo de figuras representando, bajo calados doseletes, las diversas escenas del drama de la Pasión. Entre el retablo y la verja, el oro parecía chorrear, resbalando por las blancas paredes, marcando con líneas deslumbrantes las junturas de los sillares.

«¿Qué era aquello, Señor, qué era aquello?». ¿Por qué en día semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari Pepa entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre. Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura moral, que lamentaba para sus adentros, en tanto que veía a las jóvenes y a las jamonas vetustenses coquetear en la acera, y en las tiendas deslumbrantes de gas. Don Álvaro opinaba lo contrario, que bastaba su presencia y su contacto para adelantar los acontecimientos. Para tener idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su físico, hay que figurarse una máquina eléctrica con conciencia de que puede echar chispas.

Palabra del Dia

commiserit

Otros Mirando