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Actualizado: 25 de julio de 2025


A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de su casa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señora Liénard, debía ser ya una mujer de edad madura y de trato poco agradable. Delaberge veíase ya discutiendo con una pleiteante campesina y esta enfadosa perspectiva le ponía de mal humor.

Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que había sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas, situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al Aube. Al caer en ese país tan extremadamente rústico, sin transición ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al principio desorientado y triste.

Ni en la frente, ni en la boca se descubrían aquellas desagradables arrugas que son revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos. Decididamente, la señora Liénard no tenía nada de una Dalila. Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo: ¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin? , señora; viví dos años. ¿Hace mucho tiempo?

Hacia las seis y media de la tarde, rehecho completamente por una buena siesta, pensó Delaberge que se acercaba el momento de la comida y procedió a vestirse y arreglarse esmeradamente, no por coquetería, sino por pura costumbre. Creía que una presencia irreprochable se impone a los funcionarios que representan a la Administración pública.

Lo que la víspera había observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables atenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo que había visto la tarde anterior en Rosalinda: veía la puertecilla abrirse bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...

Sabía que Simón habíase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a la señora Liénard y veía con terror el desarrollo de una pasión, que, según ella, no podía tener para su hijo sino crueles desengaños. Díjose que excitando los celos de Simón podía lograr dos cosas de una vez: hacerle olvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.

¡Calle usted! murmuró suplicante. Me da vergüenza oír hablar de aquellos tiempos. ¿Por qué? replicó Delaberge, extrañado de una tan extremosa castidad. En nuestra edad, señora, ya no hay peligro alguno... Y además, si cometimos en otros tiempos el error de ser demasiado jóvenes, fue aquello un pecado del que ya no queda hoy el menor rastro.

Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted. El Príncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo descubriendo su gran perplejidad: A fe mía, señor, que no tengo el placer... Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.

Precisamente habían llegado a lo más alto de la loma y comenzaban a descender hacia el verdeante valle. Subiendo de nuevo al carruaje, Delaberge preguntó al cochero: ¿Conoce usted Val-Clavin? Ciertamente, señor; en verano llevo a ese pueblo gran número de viajeros y también en tiempos de caza. ¿Cuál es la mejor hospedería?

Manifestábase en su rostro y en toda su persona aquel desaliento, aquella profunda consternación que experimenta aquel que ve de pronto, paralizados por la desgracia, sus más nobles esfuerzos. Delaberge no podía comprender cómo y por qué el solo anuncio de su entrevista con Simón había asustado de tal modo a aquella mujer.

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