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Actualizado: 7 de junio de 2025


Toda esta alegría penetra dulcemente en el cerebro de Delaberge y le distrae de sus laboriosas meditaciones jurídicas. Después de un alto de pocos minutos en Clairvaux, marcha el tren por entre colinas cubiertas de bosque que dejan ver de vez en cuando las clarísimas aguas del Aube. El sol ha triunfado decididamente y el cielo todo es ya de un sedoso azul.

Al dejar atras la vastísima floresta se descubren las altas colinas de Montereau, campo de la heróica batalla ganada inútilmente por uno de los mariscales de Napoleon en vísperas de la abdicación de Fontainebleau. Al pié demora la ciudad de Montereau, poblacion algo considerable y de bellísima situacion en la confluencia del Yonne con el Sena, ya engrosado algo por la union de las aguas del Aube.

Hizo Delaberge inútiles esfuerzos para ponerle a tono, acabando por darle brevemente sus instrucciones e indicándole la hora en que se encontrarían para ir juntos al monte; luego salió con él de la hospedería y una vez solo se quedó paseando unos momentos por las riberas del Aube.

Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que había sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas, situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al Aube. Al caer en ese país tan extremadamente rústico, sin transición ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al principio desorientado y triste.

Mientras va el inspector general abstraído en tan hondas meditaciones, corre el tren a toda marcha y el aspecto del paisaje cambia otra vez. Deja la vía férrea el valle del Aube, sube raudo una pendiente y atraviesa luego una llanura pedregosa en que crece raquítico el centeno y en que de vez en cuando rompen la monotonía de la línea recta pequeños grupos de árboles desmedrados.

Palabra del Dia

irrascible

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