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La noche la pasó muy intranquila, y al día siguiente, 13 de Junio, a eso de las doce, cuando se disponía a visitar a su amiga, he aquí que se presenta esta, sobresaltada, manifestando en la expresión de su rostro que algo extraordinario le ocurría; y lo declaraban así, no sólo el descuido plástico del mismo, sino la turbación de la voz y otros síntomas espasmódicos.

Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza.

Tan grande era la semejanza, que hallándose un verano en un pueblo de baños, un caballero anciano la habló, comprendiendo quién era sin que nadie se lo dijese, porque a voces lo declaraban los rasgos su fisonomía.

Sulfurábase Teodora al oír que «la señorita» ponía en duda su ciencia. Si catañeaban otras; era posible una equivocación... ¡pero ella! No había mas que una Teodora en toda la Península. Allá en Cordobate existía otra gitana de su arte, pero todos declaraban su inferioridad.

Tenía, juntamente con el don de imaginar fuerte, la propiedad de extremar sus impresiones, recargándolas a veces hasta lo sumo; y así, lo que sus sentidos declaraban grande, su mente lo trocaba al punto en colosal; lo pequeño se le hacía minúsculo, y lo feo o bonito enormemente horroroso, o divino sobre toda ponderación.

En las primeras noches no se trataron en la reducidísima asamblea congregada en el gabinete de la dolorida viuda, otros asuntos que los que tuvieran alguna relación, por remota que fuese, con «el inolvidable suceso»; verbigracia, su resonancia en la opinión pública; este dicho o el otro comentario, en son de alabanza, por supuesto; los funerales, el entierro, la estadística de los concurrentes, de los carruajes y de las libreas; los pésames oficiales recibidos... ¡hasta de Palacio!, los telegramas, las cartas, las tarjetas, los recados; cuántos y cuántas, de quiénes y de dónde; las visitas, en cuerpo y alma, de este Grande y de aquel senador, del ministro X y del general Z, de la duquesa H y de la princesa J..., y así hasta el infinito; pues como «todo Madrid» anduvo metido en el ajo, según resultó de la cuenta, ya hubo paño en que cortar para entretenimiento de la viuda y no desagrado de la hija; en modo alguno por honrar más la memoria del muerto, que les tenía sin cuidado, sino porque con todo ello se halagaba la vanidad de su familia, en lo cual estaban perfectamente acordes ésta y los tertulianos, aunque no lo declaraban por derecho.

Alguna ha habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero... ¿Y para qué sería?... tal vez para dárselo a su querido». Al soltar esta retahíla con un énfasis y un calor que declaraban hallarse muy poseída de su asunto, echaba sobre la infeliz postulante miradas ardientes.

Un viento glacial soplaba en la desierta extensión de la altiplanicie. Los últimos arrieros que acababan de bajar de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrás de ellos. Rosalindo seguía adelante.

Después, en tono solemne, leyó una proclama de los soberanos aliados en la que declaraban «que habían declarado la guerra a la persona de Napoleón, pero no a Francia; y como consecuencia de ello todo el mundo debía permanecer tranquilo y no mezclarse en sus asuntos, so pena de ser quemados, saqueados y fusilados». Los cazadores oyeron la lectura y se miraron unos a otros con extrañeza.

Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... porque ese hombre la abandonará a usted... Son habas contadas». Fortunata tenía la cabeza próxima a las rodillas. Estaba hecha un ovillo, y sus sollozos declaraban la agitación de su alma. «¡Ah, mujer infeliz! añadió el clérigo con solemnidad, levantándose ; no sólo es usted una bribona, sino una idiota.