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Y siguiendo su camino, á los dos dias llegó á donde habia un manantial pequeño, en el cual se refrigeró él, y sus dos perros, y discurriendo poder socorrer á su compañero le pareció inútil, pues le contemplaba ya muerto: por lo que llenó el cuero de lobo de agua, siguiendo su rumbo, que regularmente era como media legua distante del mar, manteniéndose con varios animalitos y bichos que él y sus perros tomaban, y bebiendo cosa corta del agua que llevaba en el cuero para conservarla.

Pero era una particularidad notable de este traje, y en realidad de la apariencia general de la niña, la de traer irremediablemente á la memoria del que la contemplaba el recuerdo del signo que Ester estaba condenada á llevar en su vestido. Era la letra escarlata bajo otra forma: la letra escarlata dotada de vida.

Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido un precioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la que ahora sentía no hay bálsamo en la tierra. El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballos adormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira.

Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida. Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.

Cada vez que uno de ellos venía a colocarse sobre un buen número del cuadro trazado en el suelo, estallaba el grupo infantil en palmoteos y gritos, que hacían revolverse en sus sillones a los pasajeros dormitantes. Karl, con aire pensativo y un dedo en la boca, contemplaba de cerca el juego de estos niños mayores que él.

Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficionados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera..., no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos..., o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates?

Y el ilustre maestro no mentía; lo que hacía, simplemente, era ignorar la verdad, huir de ella cuando la encontraba al paso.... Y si le obligaban á mirarla de frente, la veía con unos ojos distintos á los ojos de los demás. Las cosas nunca eran para él como para los otros; siempre las contemplaba como quería que fuesen y no de acuerdo con la realidad.

Amaury tomó un simón, y poco después entraba en su palco del teatro de los Italianos. La sala, resplandeciente de luces y de diamantes, parecía un ascua de oro. El joven, pálido y grave, desde el fondo del palco contemplaba aquel brillo y aquella esplendidez con mirada indiferente, con desdeñosa sonrisa.

Echaron al agua la chalupa, fueron en busca de aquellos dos hombres, los trajeron y se los presentaron al capitán que, maravillado y compasivo, contemplaba los desencajados rostros, la palidez enfermiza y el aspecto abatido y miserable de sus huéspedes imprevistos. ¿Quiénes sois, desventurados? les preguntó Morsamor.

Un agente sutil y lleno de experiencia descubrió todos los Romagnés de París, excepto el que se buscaba. Encontró un inválido, un tratante en pieles de conejo, un abogado, un ladrón, un corredor del ramo de mercería, un gendarme y un millonario, todos de este mismo apellido. M. L'Ambert se abrasaba de impaciencia al lado del hogar, y contemplaba con desesperación su nariz color de escarlata.