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Actualizado: 16 de mayo de 2025
En el carruaje iban dos jóvenes que llevaban trajes iguales de viaje, muy elegantes, pero muy sencillos. Cuando el carruaje se encontró ante la verja del jardín, el cochero detuvo los caballos y dirigiéndose al cura, dijo: Señor cura, estas señoras os buscan. Luego, volviéndose a sus clientas: Ahí tenéis al señor cura de Longueval. El abate Constantín se aproximó y abrió la pequeña puerta.
El sacerdote corrió hacia él; pero ya estaba muerto, herido por una bala en la sien. Esa noche la aldea era nuestra, y al siguiente día se depositó en el cementerio de Villersexel el cuerpo del doctor Reynaud. Dos meses después, el abate Constantín traía a Longueval los restos de su amigo, y detrás del ataúd, a la salida de la iglesia, caminaba un huérfano. Juan había perdido también a su madre.
En 1887 esta novela fue arreglada para el teatro por el mismo autor. Con paso firme y ligero aún, caminaba un anciano sacerdote por la vía cubierta de polvo, bajo los rayos del sol de mediodía. Más de treinta años habían transcurrido desde que el abate Constantín era cura de la pequeña aldea que dormía, allá en la llanura, a orillas de un débil curso de agua llamado el Lizotte.
Llamábase este teniente de artillería Juan Reynaud, y era hijo único del médico de aldea que descansaba en el cementerio de Longueval. Cuando en 1846, el abate Constantín vino a tomar posesión de su pequeño curato, un doctor Reynaud, el abuelo de Juan, hallábase instalado en una risueña casita, sobre el camino de Souvigny, entre los dos castillos de Longueval y de Lavardens.
Entretanto, muy conmovido, muy turbado, el abate Constantín introducía en el presbiterio a la nueva castellana de Longueval. En verdad, no era un palacio el presbiterio de Longueval.
Ella fue quien reconstruyó la iglesia, ella quien mantenía la botica del presbiterio a cargo de Paulina, la sirvienta del cura, ella quien, dos veces por semana venía en su gran landó, cubierto de vestiditos de niños y gruesas enaguas de lana, a buscar el abate Constantín para salir a caza de pobres, como ella decía. El anciano sacerdote continuó su camino pensando en todo esto.
Madama Scott y miss Percival iban y venían, examinando con infantil curiosidad la instalación del cura. El jardín, la casa, todo es precioso aquí decía madama Scott. Las dos entraron resueltamente a la cocina. El abate Constantín las seguía sofocado, azorado, estupefacto ante tan brusca y repentina invasión americana. La vieja Paulina miraba a las dos extranjeras con aire inquieto y sombrío.
Zuzie y Bettina, tranquilas, en calma, en absoluto olvido de su existencia de la víspera, tomándole cariño ya a esa comarca que acababa de recibirlas y las conservaría por algún tiempo. Juan no se hallaba tan tranquilo; las palabras de miss Percival le habían causado una profunda emoción; su corazón no recobraba aún su marcha regular. Pero de todos, el más feliz era el abate Constantín.
El día en que se publicó la lista de los candidatos admitidos, escribió al abate Constantín. «He sido recibido y muy bien recibido, pues quiero salir en el ejército y no en el servicio civil... En fin, si conservo mi lugar en la escuela, haré un bien a uno de mis camaradas, que obtendrá mi puesto.»
El 14 de septiembre, a las siete de la mañana, los movilizados de Souvigny se reunieron en la plaza principal de la aldea; llevando por capellán al abate Constantín y por cirujano mayor al doctor Reynaud. Los dos habían concebido la misma idea, al mismo tiempo: el sacerdote contaba sesenta y dos años y el médico cincuenta.
Palabra del Dia
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