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Actualizado: 10 de julio de 2025
El aire de la mañana y la alegría del balneario le ponían de muy buen humor, y sin cesar aseguraba que si los tontos que se van fuera conocieran los establecimientos de los Jerónimos, Cipreses, el Arco Iris, la Esmeralda y el Andaluz, de fijo no tendrían ganas de emigrar.
No: los remiendos y las casuchas abrigan a veces más orgullo que los palacios. El gran portal embovedado, por donde había sido introducido Stein, daba a un gran patio cuadrado. Desde la puerta hasta el fondo del patio, se extendía una calle de enormes cipreses.
¡Hay tantos que pueden aspirar a esa corona!... Entre los cipreses, como todos son iguales, cualquiera puede ser el rey. Pues es Carlitos Nuezvana. ¡No me digas! Está bien puesto el nombre. Merece el cetro. ¿Y se te ha declarado? ¿Cuándo? ¿Dónde? Cuenta, muchacha, cuenta... La cosa empezó la noche de la fiesta que usted dió, dedicada a sus sobrinas. Comenzó por insinuaciones, no muy ingeniosas.
Sí, sí; pero en el orden moral... El ciprés es un árbol triste, melancólico; sugiere ideas de muerte, de tumbas, de soledad; evoca el sentimiento del vacío y de la nada. Oye, Inesita: mucho más aún que en lo externo, se parecen esos jóvenes en lo moral a los cipreses. Verás... El ciprés no produce nada, ni siquiera bellotas, que es el fruto de los árboles más humildes en la jerarquía vegetal.
¡Es horrible, horrible! ¡Quisiera no haber nacido!... ¡No digas eso, criatura! El mundo hubiera perdido la gracia de tu presencia en él. Pero cálmate, no te sofoques, no te aflijas. Siéntate y... cuenta, cuenta. ¿Qué te sucede? Que se me ha declarado... ¡ay de mí!... ¿Ay de tí? ¡Ay de él, en todo caso!... Pero ¿quién? ¡Quién ha de ser! ¡¡El rey de los «cipreses»...!!
El agua de las lágrimas bailaba en las pupilas de sus ojos azules, en que se mezclan la vivacidad y la ternura. Aceleré cuanto pude el fin de la fiesta. Quería librar mi casa de aquella atmósfera de majadería. Los cipreses acabaron por serme molestos. No veía la hora de verlos desfilar a la calle.
Pues lo mismo le pasa a don Rudesindo, mi queridín. Y entonces, vamos a ver, ¿quién tiene ganas de matarse aquí? ¡A ver, que me lo digan! Y paseó la mirada en torno, buscando contestación. Peña, Maza y Delaunay estaban lejos y ocultos por algunos cipreses. Don Rudesindo yacía arrimado también a la tapia, a unos cincuenta pasos de distancia.
De la bruma matinal surgieron lentamente los edificios, humedecidos y relucientes por el lavado de la lluvia; el suelo fangoso con grandes charcos; los desmontes de tierra amarilla con manchas de vegetación en las hondonadas. El cementerio de San Martín mostró sobre una altura su romántica aglomeración de rectos cipreses.
Creo que está desesperado, que ya no se pone agua de lino en la cabeza, ni siquiera se peina. ¡A lo que ha venido a parar el rey de los cipreses! ¡Qué destronamiento terrible! Pues aquí me tienes luchando con todos, con Clotilde, con sus hermanas, con misia Melchora... ¡Pobre misia Melchora! Para su orgullo es un golpe terrible. ¡Hijita, los Nuezvanas lo llenan todo en Buenos Aires!
Al día siguiente vino Petrona a visitarme, y como es tan ingenua y tan pintoresco su lenguaje, exclamó, dándome un abrazo: «¡Ay, Marianela, muchas gracias por haber hecho girar a la Pepa!». Inés se ríe del dicho de Petrona, pero noto que al punto vuelve a quedarse ligeramente triste. Trato de animarla: ¿Y qué tal la conversación de los cipreses? ¿Muy interesante, eh?... Mucho.
Palabra del Dia
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