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Actualizado: 8 de mayo de 2025
De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar. ¡Así Dios me valga, son ellos! dijo pasmado. ¿Quién? Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de ese grillo destemplado. Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina.
Manolito quedaba algunos momentos turbado, como si hallándose navegando por los mares del Polo viese de improviso llegar hacia él una enorme montaña de hielo, pero no tardaba en reponerse, exclamando para sus adentros: «¡Qué disimulada es esta chica!» Y aunque los balcones se cerrasen inmediatamente con chirrido desdeñoso y permaneciesen tapiados todo el día, Manolito no dejaba de pasear arriba y pasear abajo, atrincherado siempre en su convicción de que por los intersticios de las cortinas unos ojos extáticos y húmedos de amor le clavaban mil saetas apasionadas.
No cantaba la alondra, como en el jardín de Verona anunciando el alba a los amantes de Shakespeare; pero comenzaba a oírse el chirrido lejano de los carros en los caminos de la campiña, y una canción perezosa y soñolienta entonada por una voz infantil. Adiós, Rafael... Ahora sí que es el último. Nos van a sorprender.
A lo lejos contestaban á las campanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantes de los barcos y los gritos de las cargueras que reñían por preeminencias en el trabajo, al comenzar su vaivén de los buques á tierra, con la cabeza abrumada por los fardos.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre.
Una mañana de otoño llegué a la playa de las Ánimas antes del mediodía. Un hombre iba con un carro por el arenal, aguijoneando la yunta; se oía el chirrido de los ejes de la carreta y el ruido crepitante de la arena bajo las pezuñas de los bueyes.
Rechinó tenuemente el vello de toda su piel: hirvió su carne con el chirrido intenso y discorde de todo cuerpo húmedo que cae en el fuego. Respira fuego, bebió fuego, se convirtió en fuego sensible y animado con los dolores de su propia combustión. Quiso gritar: la llama no conduce el sonido. Quiso huir: no tenía movimiento, no tenía cuerpo, no era más que una mecha.
Un desgraciado con la cabeza cubierta con un capuchón por cuyos agujeros lucían sus ojos, estaba dando vueltas al rededor del patio, como una bestia feroz. Andaba lentamente y su cadena sujeta encima de la rodilla preducía un chirrido lúgubre. Enmascarado, solitario, silencioso, aquel hombre daba espanto. ¿Qué hace ahí ese hombre? preguntó Tragomer al vigilante. Se pasea durante media hora.
Al cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos..., y, por último, vió la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.
Cuando D. Francisco, transido de dolor, se acercaba á la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia adentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la calentura.
Palabra del Dia
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