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Actualizado: 21 de julio de 2025


Miguel de Cervantes escuchaba ávido, con el oído pegado al ojo de la cerradura; que habíale puesto en cuidado lo que le había prevenido, haciéndole callar, cuando llamaron a la puerta, y escondiéndole después, la tía Zarandaja. Pero no oía otra cosa más que el recio mascar del rapista, que era tal como el de un cerdo, con perdón sea dicho.

Abajo, en la cocina, Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de berzas y cerdo.

En hondas orzas vidriadas conserva la señora lomo de cerdo en adobo, cubierto de manteca; pajarillas, esto es, asaduras, riñones y bazo del mismo cuadrúpedo; y hasta morrillas, alcauciles, setas y espárragos trigueros y amargueros; todo ello tan bien dispuesto, que basta calentarlo en un santiamén para dar una opípara comida a cualquier huésped que llegue de improviso.

¡Qué cena, señor Cornelio!; ¡chuletas deliciosas, como las del cerdo!; ¡cosa algo mejor que las palomas a que ibais a tirar! Avanzando por entre las lianas, llegó Cornelio hasta donde yacía el animal, que estaba completamente inmóvil.

Era la compra de todo lo necesario para la semana; el día destinado a los negocios; la llegada en masa de la población de los huertos, para pedir dinero a los prestamistas o devolvérselo con creces; repoblar el gallinero, comprar el cerdo, cuya creciente obesidad había de seguir con ansia la familia o adquirir a plazos el rocín, motivo de inquietud y de desesperado ahorro.

JUDÍAS VERDES. Despuntadas y lavadas se ponen a cocer con agua hirviendo y sal, hasta que estén tiernas, mezcladas con unas ruedas de cebolla; pueden servirse como ensalada, y mejor aún con una salsa de tomate bien frito. ESPINACAS. Lavadas y cortadas se cuecen con agua y sal; se quita el caldo y se ponen con manteca de vaca o de cerdo. Lo mismo pueden ponerse las acelgas.

Estaban allí los reyes de los ferrocarriles, los príncipes de las minas de plata y los altos señores de la cría del carnero, del caballo y del cerdo, sin contar los soberanos del petróleo y de la construcción de vagones. Todo un Gotha de la gran industria, del alto comercio y del agro en grande escala.

XVII. EL OSO, LA MONA Y EL CERDO Tomás de Iriarte XVIII. EL PATO Y LA SERPIENTE Tomás de Iriarte XIX. LOS DOS CONEJOS Tomás de Iriarte XX. LA ABEJA Y EL CUCLILLO Tomás de Iriarte XXI. LA ARDILLA Y EL CABALLO Tomás de Iriarte [Illustration: EL RICO EXTREME

Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises, con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad y volvió a quedar en la sombra.

¿Por qué no sangras á ese cerdo? dijo Joyana al oído á su amigo. Plutón guardó silencio. Se escanció dos copas de aguardiente y se las vertió en el estómago una tras otra. Luego se alzó del asiento y se acercó con indiferencia al grupo en que se hallaba Martinán. ¡Jesús! exclamó éste poniéndose pálido. ¡Me han herido! Se llevó ambas manos á la cintura, vaciló un instante y cayó desplomado.

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