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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente en pirámide, cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una hoguera intensa y flameante. Tomó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela.
Siempre ha sido lo mismo; primero se metió á fraile para holgazanear, y porque una mozuela no le quiso, y ahora se me marcha á la guerra dejándome vieja y pobre, sin un alma de Dios que me traiga un brazado de leña del monte.... Consoláos, buena mujer, que con la protección de Dios él volverá sano y salvo y no sin su parte de botín.
Sentíase rejuvenecido por el contacto de los fresquísimos pétalos de tantas y tantas flores, de todos colores y formas, subiéndosele a la cabeza los primaverales perfumes de las rosas, de los junquillos y de los iris... Cada vez que añadía una flor al brazado de la viuda, era para él una delicia rozar apenas los dedos de Camila por entre las hojas llenas de humedad.
Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises, con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad y volvió a quedar en la sombra.
Jenny no se tomó tiempo para quitarse el sombrero y el abrigo. Dió el brazado de flores á la doncella, abrió la puerta del salón y entró. Sentado cerca de la ventana, en aquella pieza amueblada de un modo macizo y sin gracia, á la inglesa, Sorege se entretenía en mirar la calle.
Después, velones, candeleros, palmatorias y candiles, iluminando hasta lo más obscuro y remoto; el cuarto de mi tío, con las seis velas encendidas ya, rechispeando la luz, y el brazado de cirios traídos de la iglesia, ardiendo también al cuidado de los dos hombres encargados de darles a tiempo el destino que tenían; Marmitón encuadrado en la puerta de la cocina y mirando al crucero iluminado, sin atreverse a dar un paso hacia él; Mari Pepa yendo y viniendo por todas partes; su hija dando los últimos toques al cuadro general; Tona sin chistar y pasmadota, cerca de don Pedro Nolasco; Pito Salces y Chisco, en el estragal, con sendos cirios ardiendo, en la mano; mi tío, con los ojos entreabiertos, recostado contra las almohadas y rezando sin cesar; Facia, con su mejor vestido negro y atenta a lo que pudiera necesitar el enfermo, junto a la puerta de su cuarto, de pie, inmóvil y melancólica; la campana de la iglesia tañendo acompasadamente; el silencio casi absoluto en los ámbitos de la casona, y yo, clavado como una estatua en el salón dominando con la vista el aposento de mi tío y hasta el crucero del fondo del pasadizo, observándolo todo, oyéndolo todo, y presa de una emoción que, por lo compleja y extraña, no me podía explicar.
Palabra del Dia
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