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Actualizado: 9 de julio de 2025


La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero.

Gobernaban a la sazón el país los dos formidables caciques, abogado el uno y secretario el otro del ayuntamiento de Cebre; esta villita y su región comarcana temblaban bajo el poder de entrambos. Antagonistas perpetuos, su lucha, como la de los dictadores romanos, no debía terminarse sino con la pérdida y muerte del uno.

Eso es muy cierto respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus interlocutores ; a me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos.... El arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto.

Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante.

El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío montañés, de suerte que el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los hay.

A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga y exclamaba regocijadísimo: ¡Foro de casa...! ¡Foro de casa...! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía. La entrada en Cebre acrecentó su alborozo.

Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más.... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate.... A ver, un banco, una silla para la señorita.... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame . Abrígate, Nucha. Volando no, pero al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre.

Salía el coche para Cebre tan de madrugada, que no se veía casi; hacía un frío cruel, y Nucha, acurrucada en el rincón del incómodo vehículo, se llevaba a menudo el pañuelo a los ojos, por lo cual su marido la interpeló con poca blandura: ¿Parece que vienes de mala gana conmigo?

¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre! Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta. Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra? Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas.... Puede el señorito verla.

Obtuvo también que se hiciese la vista gorda en muchas cosas, que se cerrasen los ojos en otras, y que respecto a algunas sobreviniese ceguera total; y con esto y con las facultades latas de que se hallaba investido, declaró, puesta la mano en el pecho, que respondía de la elección de Cebre.

Palabra del Dia

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