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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Era espeluznante ver aquellos grupos de hombres demacrados, con grandes capotes grises, amontonados sobre paja sanguinolenta, llevando uno de ellos el brazo partido sobre las rodillas; otro con la cabeza atada con un pañuelo viejo, y otro, por último, ya muerto, sirviendo de asiento a los vivos, con las manos negras colgando entre las escalas.

Con sus capotes adornados de condecoraciones, sus teatrales alquiceles, sus kepis y sus gorros africanos, esta muchedumbre heroica ofrecía sin embargo un aspecto lamentable. Muy pocos conservaban en ella la noble vertical, orgullo de la superioridad humana. Avanzaban encorvados, cojeando, arrastrándose, apoyados en un garrote ó en un brazo amigo.

Entre el confuso tropel de carruajes pasa una carretela donde lleva un matador a sus peones: en el pescante el criado muestra con orgullo los estoques y el lío de capotes, los diestros sonríen serenos, el sol arranca destellos a los bordados de las chaquetillas, la escolta de granujas forcejea por subirse a la trasera, y al desaparecer el coche deja tras un murmullo de admiración jamás inspirada por los hombres que mejor sirvieron a la patria... Luego cesan poco a poco el cascabeleo y los trallazos, hacia la Puerta de Alcalá se divisa una larga fila de simones que vuelven con el se alquila puesto, y la calle recobra su aspecto normal.

La muchedumbre levantaba incesante y áspero rumor, sobre el cual se alzaban los gritos de los pregoneros anunciando «la salve que cantan los presos a los reos que están en capilla», y «el extraordinario de La CorrespondenciaUna fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red de San Luis. Los cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban perezosamente sobre los pescantes.

La decoración de la casa social tenía «carácter», como decía don José: altos zócalos de azulejos árabes, y en las paredes, de inmaculada nitidez, vistosos carteles anunciadores de antiguas corridas, cabezas disecadas de toros famosos por el número de caballos que mataron o por haber herido a un torero célebre, capotes de lujo y estoques regalados por ciertos espadas al «cortarse la coleta» retirándose de la profesión.

En el graderío elevábase un rumor, producto de vehementes conversaciones. Los amigos del espada creían oportuno explicarse en nombre de su ídolo. Está entoavía resentío. No debía torear. ¡Esa pierna!... ¿No lo ven ustés? Los capotes de los dos peones ayudaban al espada en sus pases.

Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar. Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes. El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.

Unos traían al pescuezo, en señal de los centenares de azotes que habían de recibir, una cuerda anudada varias veces, a lo largo, y el pueblo contaba en voz alta los nudos, entonando un coro compungido y socarrón, a fin de aumentar el oprobio; otros se señalaban a distancia por la bayeta amarilla de los sambenitos, y la experta multitud deducía las culpas y condenaciones con sólo observar los pintarrajos de aquellos capotes de infamia que, ora llevaban un aspa roja, media o entera, ora las dos aspas del martirio de San Andrés.

Mas, con gran asombro y vergüenza de sus amigos, en vez de clavarle las banderillas las soltó de las manos, y la emprendió a todo correr hacia la barrera. No pudo saltarla. Antes que lo hiciese, el toro le había cogido por la parte posterior, y le había tirado al alto. Todos acudieron y sofocaron al becerro con los capotes.

Pero no digas, como el <i>Diccionario manual</i>, que la democracia «es una especie de guarda-ropa en donde se amontonan confusamente medias, polainas, botas, zapatos, calzones y chupas, con fraques, levitas y chaquetas, casacas, sortúes y capotes ridículos, sombreros redondos y tricornios, manteos y unos <i>monstruos de la naturaleza que se llaman abates</i>».

Palabra del Dia

hociquea

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