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Actualizado: 29 de mayo de 2025
"En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteando los bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora, y de improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre los hielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más de cuatro mil personas formado.
Caminaba el joven con las manos en los bolsillos e inclinada meditativamente la cabeza. A solas ya, se iba disipando poco a poco su satisfacción por el triunfo obtenido. El calor y las irritaciones de hacía poco iban dejando lugar a una reflexión más justa y mesurada.
El autor caminaba despacio, con largos titubeos, pero cuando avanzaba el pie, lo ponía en firme, como hombre a quien guían y llevan del brazo todos los sabios de la tierra. La erudición corría como un torrente por la parte baja del libro. Amontonábala Maltrana con una facilidad exenta de escrúpulos.
La noche estaba nublada, pero no muy obscura. La luz de la luna se cernía al través de la capa de nubes, dejando bien percibir los objetos a corta distancia. Caminaba con premura, apoyándose en un grueso bastón de estoque. Además llevaba en el bolsillo un revólver. Sentía una tristeza profunda. Aquella prueba que iba a hacer le causaba temor y remordimientos a la vez.
Se tropezó con un señor que caminaba entre las mesas agitando las manos detrás de su espalda y mascullando frases ininteligibles. El amigo Lewis. ¿Ha visto usted cómo juega? dijo con acento de cólera al reconocer al príncipe . Como una bestia, como una verdadera bestia.... No debían dejar entrar á las mujeres. Toda la tarde había estado perdiendo, de acuerdo con las reglas y la experiencia.
Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de la muerte. «Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor a ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra Su Majestad Real. Manda muera por ello.» Ramiro caminaba a la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro.
Entraron en la cárcel, eligió el juez la habitación menos mala y, después de dejarle instalado, se despidió con creciente sorpresa al ver que se quedaba allí tan sereno y risueño como en su casa. Salió vivamente impresionado de la cárcel. Mientras caminaba por la calle del Cuadrante arriba, su imaginación daba vueltas buscando una explicación a aquella conducta extraordinaria.
Ahora asistía casi diariamente una partida de cinco o seis muchachos de Antequera, al parecer estudiantes, gente de buen humor, socarrones y maleantes, que tramaban entre sí mil guasas, algunas de ellas de un color harto subido. Ramoncita caminaba con cierta cautela, con la sonrisa en los labios y el escepticismo en el corazón, dispuesta a dejar el campo al primer contratiempo.
Muñoz caminaba rápidamente, como atraído por el vértigo de la imagen. Estaba en la calle Juncal; atravesó al atrio solitario y sonoro de la iglesia. Caminó varias cuadras hacia el centro, buscando ruido. Delante de él iba alguien a quien creyó conocer en el modo de andar. Apresuró el paso. Era Julio Lagos. Habían sido compañeros de la misma clase, en el Colegio.
Miranda caminaba a paso desaforado, arrastrando mejor que conduciendo del brazo a su mujer; y casi estaban ya a la puerta del chalet. A la afrentosa invectiva, Lucía, descolorida y echando fuego por los ojos, se soltó violentamente, y quedó parada en mitad del camino.
Palabra del Dia
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