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Actualizado: 2 de mayo de 2025
Le temblaban los ojos y los caídos bigotes de galo. A pesar de su traje de pana y su bolsa de lienzo repleta, tenía el mismo aspecto grandioso y heroico de las figuras de Rude en el Arco de Triunfo. La «asociada» y el niño trotaban por la acera inmediata para acompañarle hasta la estación.
Gabriel se irguió sosteniendo a Sagrario, que se echaba atrás como desfallecida por la emoción. Miraba al espacio luminoso con gravedad sacerdotal, mientras hablaba en voz queda al oído de la joven: Nuestra vida será como uno de esos jardines abandonados, donde entre troncos caídos y ramas secas rebrotan nuevos follajes.... Compañera, amémonos.
Así pasaba los días en sabroso comercio con lo desconocido, lo mismo en la época de su apogeo que en la de su decadencia. Estos tres ángeles caídos llevaban una vida monótona y triste. Su casa era la casa del fastidio. Parecía que las tres se fastidiaban de las tres, y cada una de las demás. Nos hemos olvidado de otro importante inquilino.
El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en un rincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués. Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad y se aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho. Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino, olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres.
No he oido mas que el rumor del insecto sobre la yerba, el del tiempo entre las grietas de los torreones medio caidos, el de la brisa entre los escombros, el del agua sobre las guijas que cubren el fondo de su cauce. Deseaba oir acentos de vida, y no he oido sino voces salidas del seno de las ruinas, no he oido sino la voz de la muerte.
Trozos de pared desmoronados, cuestas áridas, troncos de árbol caídos sucedieron a los bosques y hondonadas, indicando la proximidad del hombre. Levantose a su vista un campanario: había llegado ya al término de su viaje.
Otro de los comensales era un señor de patillas blancas, rostro atezado y expresivo, que me dijeron era alcalde de uno de los pueblos de la provincia, no recuerdo cuál: se llamaba Cueto. Otro un jovencito rubio, estudiante de Derecho. Otro, por fin, un catalán de rostro anguloso y escuálido, ojos saltones y bigotes largos y caídos como un chino, a quien llamaban Llagostera.
Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella una sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabeza derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con dispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda.
La heroica joven, cuando aquélla abrió la puerta, estaba en pie en medio de la habitación, con los brazos caídos y la vista fija en el suelo. Ventura cerró la puerta cuidadosamente, y se dirigió a abrazarla, murmurando con voz trémula: ¡Oh hermana mía, gracias, gracias! Pero Cecilia la rechazó brutalmente con un gesto de orgulloso desprecio, exclamando: ¡Lo he hecho por él; no por tí!
Sus ojos pequeños tenían los reflejos azulados del acero, y la boca aparecía oprimida por unos bigotillos curvos y caídos como dos signos de interrogación. Usted dispense dijo sentándose Voy a molestarle mucho; pero no es por culpa mía. He llegado en el tren de esta noche, y me encuentro con que me dan para dormitorio un desván lleno de ratas. ¡Vaya un viaje! ¿Es usted preso?
Palabra del Dia
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