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«El balcón era el de Anita». El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja de Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada, y haciendo escala de unos restos de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.

Así y todo, del tiempo en que su madre venía todas las tardes y le atendía, existían allí muchas plantas de flores, grandes arbustos que con el tiempo y con aquel suelo feraz se iban trasformando en árboles frondosos. Mientras recorrían caminos arenosos, de los cuales el césped se iba apoderando por falta de limpieza, la condesa explicaba en voz alta cómo había llegado hasta allí.

Entretanto las sombras de los árboles dieron poco a poco la vuelta hasta ganar el camino, y sus troncos cerraban ya el césped de la libre pradera entre paralelos gigantescos de negro y amarillo, y algunas ráfagas de polvo rojizo, levantadas al paso de los caballos de tiro, se dispersaban en dorada lluvia sobre el hombre acostado.

La roca dura de las montañas, lo mismo que la que se extiende por debajo de las llanuras, está, recubierta casi completamente por una capa cuya profundidad varía, de tierra vegetal y de diferentes plantas. Aquí son bosque; allá malezas, brezos, mirtos ó juncos; acullá, y en mayor extensión, el césped corto de los pastos.

Me deslizaba en la sombra de los follajes y me decía: Aquí es donde se han dado cita. Me dejaba caer en los bancos de césped húmedo y me decía: Aquí es donde han cambiado dulces palabras. El jardín entero, la casa, el patio y todo lo que conocía desde que había venido al mundo, se iluminaba de repente con una nueva luz que se difundía por todas partes con un reflejo purpúreo.

Las ramas se entrelazaban sobre mi cabeza y los rayos del sol podían apenas deslizarse entre las hojas, poniendo aquí y allá brillantes toques sobre el húmedo césped.

Mis celos e ira se despertaron en el acto al ver aquello, y temiendo que pudieran oír mis pasos sobre el camino cubierto de dura nieve, me deslicé detrás de los árboles y tomé por encima del césped del parque, consiguiendo pronto aproximarme casi a la par de ellos sin hacer ruido ni atraer su atención.

Pero vi muy bien que todavía yo no le imponía. ¡Maravilloso, chica! dijo él, y nada más. En seguida me dio un golpecito paternal en el hombro y se recostó perezosamente en el césped. Los rayos de sol que pasaban a través de las ramas, relucían en su barba: me pareció un gigante en reposo, semejante a los que nos pintan las leyendas del Norte.

Pero no lo era tanto cuando se acercaba á gustar prácticamente las delicias que, desde el fondo de los alfombrados gabinetes de las populosas ciudades, descubren los poetas entre el follaje de los bosques y sobre el blando césped de las campiñas.

Evaristo me habló también del hipódromo; criticó mucho que la pista de Palermo no tenga césped, como las pistas de París y de Londres.