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Sobre el borde del barranco se inclinan las siete encinas que forman la fachada del bosque, cuyos troncos fuertes y robustos las denuncian por las más viejas; sus ramajes, los más espesos, carecen de aquellas saetas negras, preferidas por los tordos, que sirven de atalaya a los pájaros y atestiguan la senectud de los árboles; extienden sus ramas acodilladas en la pendiente de la cañada, y sus raíces, casi a flor de tierra, hinchan el césped y el musgo que las cubre.

Nada, absolutamente nada... pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido.

Y de sus bóvedas altas y tupidas, rasgadas a veces por singular capricho para que se viese el cielo, bajaba más grata frescura, un silencio más religioso que de las naves de piedra de nuestras iglesias góticas. La luz, entrando con esfuerzo al través de aquella múltiple celosía, caía sobre el césped discreta, misteriosa, llena de exquisita dulzura, convidando a las emociones profundas y suaves.

Las paredes, vencidas, resquebrajadas en muchas partes, vestidas todas de musgo, se confundían con el césped y los árboles.

Después de dos horas de marcha, el cochero se detuvo delante de una puerta de reja, flanqueada por dos pabellones que sirven de alojamiento al conserje. Dejé allí la parte pesada del equipaje y me encaminé hacia el castillo, llevando en una mano mi saco de noche, y decapitando con la caña que llevaba en la otra, las margaritas que brotaban en el cesped.

Cuando el invierno cargue de nieve las robustas ramas, no se doblarán, y sólo dejarán caer en el césped plateado polvo. Parece que poseen estos árboles tenaz voluntad, tanto más poderosa, cuanto que les une á todos el mismo pensamiento.

Mientras que Silas y Eppie estaban sentados en el banco de césped conversando a la sombra recortada de una encina, la señorita Priscila Lammeter se resistía a aceptar los argumentos de su hermana. Esta pretendía que valdría más tomar el en la Casa Roja y dejar que durmiera una buena siesta el señor Lammeter, que partía para las Gazaperas con el cabriolé así que terminara la comida.

Pero en nombre del cielo, ¿qué es lo que hay? Creo que la señora se ha empeorado me respondió, y partí como un loco. Al llegar vi á mi hermana jugando sobre el césped del gran patio, silencioso y desierto. Corrió hacia al apearme del caballo, y me dijo, abrazándome con un aire misterioso y casi alegre: El cura ha venido.

En la plaza del pueblo se había instalado una música al aire libre y las gentes del país saltaban sobre el césped á la luz de unos faroles á la veneciana colocados por el tendero. La señorita Guichard había enviado algunos toneles de vino para que refrescasen los bailarines, y estos diversos atractivos hacían que se agrupase delante de la verja una gran multitud.

¡Ea! dijo ella dejándose caer en el césped . Basta de paisajes y de enternecimientos. Yo soy la ciega más dichosa que existe a la hora presente en Madrid, y el cojito más guapo, más simpático, más bueno y más feliz... ¿Verdad que ...? ¡Di que ! Cirilo se sentó con algún trabajo a su lado.