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Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes.

Las niñas tenían preparados sus trajes de «manola», y un sinnúmero de veces se habían ensayado ante el espejo para aprender a colocarse con naturalidad y buen gusto la blanca mantilla de blonda. En cuanto a las dos mamas, pensaban lucir obscuros trajes de seda, con costosas mantillas negras, regaladas a las dos por el señor Cuadros. Llegó el día de la primera corrida.

Las jacas pamplonesas, cubiertas con inquietos borlajes y repiqueteantes cascabeles, pasaban como rayos por entre el gentío tirando de las tartanillas de colores claros, de los coches señoriales y de los carruajes ingleses, en cuyos bancos erguíanse como cimbreantes flores las muchachas vestidas de rosa o azul, con el rostro realzado por el marco de blanca blonda.

Poseía la blonda señorita, algo, o mucho, de la singular belleza de dos mujeres muy célebres y admiradas entonces: Adelina Patti y la Emperatriz Eugenia. Alta, delgada, esbeltísima, «ideal», como acostumbran a decir los poetas, en Gabriela se juntaban maravillosamente la frescura de una arrogante juventud y los encantos misteriosos de una belleza apacible y casta.

El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa.

Miguel echó una mirada atrás porque estaba seguro de que el lacayo se lo iba a contar todo a Pedro. Espérate un poco... ahí viene la Albini... El tío Manolo saludó a la última moda agitando el sombrero en el aire. La blonda y obesa cantante, que venía arrellanada en una carretela, le contestó con sonrisa amistosa.

¡No llores, Luis, no llores!... ¿Ves cómo eres bueno? Estás llorando por . ¡No he de llorar por si eres mi hija! Llámame padre... ¡Yo soy tu padre! ¿Lo sabes, lo sabes? , lo ... eres mi padre y yo soy tu hija... Tengo sueño... Déjame dormir sobre tu pecho. Y dejó caer sobre él la cabecita blonda.

En cuanto á la manera que el conde tenía de pasar el tiempo en su palacio, sólo la blonda institutriz pudiera dar cuenta perfecta de ella. La del mayordomo había cambiado notablemente desde la llegada de sus amos. Pedro era un buen muchacho, un poco brusco, un poco altivo, un mucho cándido y noble.

Octavio, á modo de un goloso que, ahito y empachado por los confites, todavía, antes de retirar el plato, lleva las manos á él y se obstina en comer más, preguntaba á la niña blonda con acento melifluo: ¿Me quieres mucho? ¡Pero, hombre, qué matraca eres! ¡Cuántos millones de veces lo habrás oído en tu vida! Es que, vida mía, necesito oirlo hoy otra vez. Nunca lo he necesitado tanto como ahora.

Tónica saldría de casa con su vieja amiga; y él, no sabiendo qué hacer, decidióse a ir en busca de su tío. A las once salió a la calle. La mamá y las hermanitas estaban dando la última mano al tocado de circunstancias: el crujiente vestido de seda, el velo de blonda, y al puño el rosario de oro y nácar.