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Actualizado: 30 de abril de 2025
Por último, apareció el reo. Venía acompañado de un sacerdote y rodeado de guardias. Seguía a la comitiva bastante gente. Gastaba el reo barba cerrada, negra y espesa; la hopa que le cubría y el birrete que llevaba en la cabeza, el cual le venía un poco holgado, prestábanle un aspecto lúgubre, espantoso.
Cabalgaba éste á corta distancia, revestido de armadura completa á excepción del casco con luengas plumas blancas, que sostenía sobre el arzón uno de los escuderos de su escolta. Cubría sus blancos cabellos un birrete de terciopelo color de púrpura y un paje le llevaba la poderosa lanza.
Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si le estaba reservado el gobierno de su país!...
Hay en ella sentimiento del arte, y gusto... ¡mucho gusto!... Cierto que aquí, en Villavieja, ¡está uno hecho a tan poco, a tan poco y de tan mediana calidad, y tan visto!... Pero no, señor, no: esa sevillanita, donde quiera que se la ponga, aquí o en Valladolid... ¡Carape!... No, no, lo que es el primito de allá, el original de la fotografía que estaba sobre el piano... porque según me dijo ella misma, aquel retrato es el de su primo, el hijo de doña Lucrecia, vestido de toga y con birrete... ya puede estar satisfecho si es verdad lo que se cuenta... Y lo será por las trazas.
A continuación, cuatro gendarmes de cascos abollados y sables herrumbrosos; y tras esta escolta de honor, Neptuno, el de las blancas barbas, con diadema de latón y cara de borracho; un astrónomo y su ayudante, con luengos fracs de percalina y sombreros de copa alta pintarrajeados de estrellas; un escribano con toga y birrete, seguido de su ayudante, que llevaba los libros; y el barbero del dios, favorito y bufón a un tiempo, lo mismo que ciertos rapabarbas históricos consejeros de los antiguos reyes.
Para los Febrer era todo cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles, rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso salón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se perdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla, cubiertos con la roja barretina catalana.
Había otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas y la frente arrugada como si tuviese agobiados los sesos bajo la pesadumbre de tanta jurisprudencia. Tenía un birrete en la mano y otro sobre la mesa, quizás para el caso de que se inutilizase el primero. Seguía cayendo agua copiosamente.
Quedó el féretro sobre una gran tabla apoyada en la borda. El buque había aminorado la marcha. Desde lo alto del puente, alguien oculto en la obscuridad seguía la ceremonia. A usted le toca, padre dijo don Carmelo. Se quitó el birrete don José, y todos quedaron igualmente con la cabeza descubierta.
Pues bien, amable lector, aquí tienes el birrete de Merlín: hazme el favor de cubrirte con él, porque si permaneces tan visible como estás ahora, turbarás con tu presencia aquel lugar sosegado y quieto, así como un objeto cualquiera arrojado a las aguas dormidas y claras de un estanque altera su transparencia y reposo.
Allí comenzaba el martirio del pobre animal. Aquel vino aromoso que tanto le agradaba, que le daba calor, que le ponía alas, cometían la crueldad de traérselo allí, a su pesebre, y hacérselo respirar; después, cuando tenía impregnadas en el olor las narices, ¡me alegro de verte bueno! ¡El hermoso licor de sonrosada llama era engullido completamente por aquellos granujas!... Y si no hubieran cometido más crimen que robarle el vino... Pero, todos esos seis eran unos diablos, en cuanto bebían... Uno le tiraba de las orejas, otro del rabo; Quiquet se le encaramaba en el lomo, Bélugnet le ponía su birrete, y ni uno solo de aquellos pícaros pensaba que de una corveta o de una sarta de coces el bueno del animal hubiera podido enviarlos a todos a las nubes y aunque fuese más lejos... ¡Pero, no!
Palabra del Dia
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