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Actualizado: 2 de mayo de 2025
D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda la tarde no había cesado de reír aquella locuela burlándose de cierto mancebito que seguía pertinazmente su coche. ¿Qué te pasa?... ¡Fernanda! ¡Hija mía! La niña no respondió. Con el pañuelo en los ojos, el cuerpo sacudido por fuertes estremecimientos, lloraba cada vez más perdidamente. ¡Fernanda, por Dios, que la gente se está fijando!
No, se llevará de casa. Pero es indispensable buscar otra cosa, para lo cual no dudo que necesitáreis mucho dinero. ¿Qué cosa, señora? Un veneno que mate como un rayo. Y al decir estas palabras Dorotea, se cubrió el rostro con las manos y rompio á llorar. ¡Un veneno, señora! exclamó aterrado el cocinero ; ¡un veneno! ¿y para qué le queréis?
Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio: ¡Bertita! Nadie respondió. ¡Bertita! alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fué tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. ¡Mi hija, mi hija! corrió ya desesperado hacia el fondo.
Si me lo probáis... pero no me lo podéis probar, no; ¿por qué me habéis dicho que os mataréis...? ¿por qué me habéis aterrado...? ¡Dios mío! Tengo no sé por qué, de una manera que me espanta, el alma desgarrada, ensangrentada, por lo que nunca había sentido: por los celos. ¡Celos vos de mí! Venid conmigo dijo doña Clara tomando una bujía y encaminándose de nuevo á su dormitorio.
El tío Manolillo, revelando aquel crimen al cocinero mayor, había cometido una imprudencia gravísima; Francisco Montiño, que en otra ocasión, por interés propio, hubiera guardado la más profunda reserva, enloquecido, aterrado, fuera de sí, había roto el secreto. El duque de Lerma, pálido y desencajado, estuvo algunos momentos sin hablar después de haber oído la frase una perdiz envenenada.
En cambio, don Josef se quedaba aterrado con la prodigalidad escandalosa de Martín, quien, cada vez que volvía de su casa después de las vacaciones, traía tal surtido de regalos para toda la escuela, que el viejo avaro, mortificado sin duda por aquel mal ejemplo y por el garbo con que Martín desparramaba sus presentes, acudía a sus pergaminos, recordaba a Gonzalo de Córdoba, su antepasado, para repudiarlo por mal administrador y por derrochador, y terminaba por sacárselo de ejemplo a Martín, para que reaccionase contra la prodigalidad y la dilapidación de la fortuna.
Doña Paula, ante aquella repentina aparición, se quedó un instante clavada al suelo, el rostro blanco y aterrado, la mirada atónita. Después cayó pesadamente al suelo, arrastrando en la caída a su nieta. El Duque se apresuró a levantarla. Luego, ante un gesto imperioso de Ventura, la dejó sobre el sofá y huyó. A las voces de la joven, acudieron los criados y luego Cecilia.
Eran las hijas, que se arrojaban en sus brazos; tras ellas, la pobre mujer, enferma, temblando de fiebre; y en el fondo, invadiendo la barraca de Pimentó y perdiéndose más allá de la puerta obscura, toda la gente del contorno, el aterrado coro de la tragedia. Ya les habían hecho salir para siempre de su barraca. Los hombres negros la habían cerrado, llevándose las llaves.
A veces su silueta se desvanecía entre los árboles, y entonces de pie, aterrado, hasta que su sombra salía de las tinieblas... Hacía algunos minutos que lo perdiera de vista; de pronto un relámpago siniestro iluminó los vidrios del taller, y el ruido de una detonación rasgó el silencio de la noche. La triste esposa extendió los brazos, dio un grito y cayó desplomada.
Palabra del Dia
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