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A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas.

Y como a más del insulto había le insidia, la atmósfera se cargaba. Me parece díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos que podrías tener más limpios a los muchachos. Berta continuó leyendo, como si no hubiera oído. Es la primera vez repuso al rato que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

¡Hijo, mi hijo querido! sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. El padre, desolado, acompañó al médico afuera. A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que permita su idiotismo, pero no más allá. ¡!... ¡!... asentía Mazzini. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fué, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. ¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?... Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. Ella se sonrió, desdeñosa: ¡No, no te creo tanto! Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti...¡tisiquilla! ¡Qué! ¿qué dijiste?... ¡Nada! ¡Si, te algo!

Pero al pasar frente a la cocina vió en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror. Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oir el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola: ¡No entres! ¡No entres!

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada: De nuestros hijos, ¿me parece? Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? alzó ella los ojos. Esta vez Mazzini se expresó claramente: ¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no? ¡Ah, no! se sonrió Berta, muy pálida ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... murmuró. ¿Qué no faltaba más?

Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco.

Patria inmortal de la actuación primera, que en sangre mártir empapó tu suelo, y en los pliegues cuajó de una bandera la afirmación de su vital anhelo. Patria naciente, tras labor titánica como aquellas de Bismarck y de Mazzini, faltaba un hombre que la hiciese orgánica, ¡y ese hombre fuiste, colosal Mabini!