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Una vecina iba á preguntarle á Hma. Balî por qué entonces no le pagaba un piquillo, pero la lista panguinguera lo olió, y añadió inmediatamente: ¿Sabes, Julî, lo que se puede hacer? pedir prestado doscientos cincuenta pesos sobre la casa, pagaderos cuando el pleito se gane. Esta fué la mejor opinion y decidieron ponerla en práctica aquel mismo día. Hma.

Un buen rato se estuvieron los lidiadores entre barreras, celebrando consulta, hasta que al fin, estimulados por los amigos de los tendidos, que no cesaban de perseguirles con gritos y pullas, y por el poquillo de vergüenza que todavía les quedaba, después de la salida del toro, se decidieron a entrar de nuevo en el redondel.

Decidieron que desde entonces la fuente que con helado chorro le había apagado la sed sería el límite de separación de los tres condados. Uno seguiría la orilla derecha, otro la izquierda del arroyuelo y el tercero ocuparía la loma tendida desde el manantial á la cima cercana, y desde allí á la vertiente opuesta.

Hacia 1868 se graduaron de bachiller, siendo ya dos mocitos que echaban requiebros a las modistas, y poco después sus familias determinaron darles carrera. Ambos padres decidieron que estudiaran leyes.

A pesar de la natural bondad de su alma, su religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas. Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete días.

Entre otros que decidieron vender cara su vida en vez de esperar á que inicuamente se la quitaran, despojándolos de sus haciendas y encerrándolos en lóbregos calabozos, Arismendi se refugió en los montes decidido á rendir la suya, pero con las armas en la mano.

Todas estas y otras análogas reflexiones se hicieron al instante sus acongojados padres, que al fin se decidieron a poner en el correo una carta, según la cual accedían «de buena gana» a los deseos de Julieta, con la condición de que ésta tornase pronto al paterno hogar.

Clementina llegó a irritarse tanto que dejó bruscamente de ir a su casa. Volvieron a mediar cartas. No pudieron sacar más que respuestas ambiguas, vagas esperanzas. Al fin se decidieron a entablar la demanda, y comenzó un pleito que hizo estremecer de gozo a la curia. Cesó para Clementina toda felicidad.

Por la parte baja de la rampa se oían gritos horribles, y cuando se miraba por encima se veían bayonetas de punta y hombres a caballo. Aquel choque duró más de un cuarto de hora. Nadie sabía lo que los alemanes pretendían hacer, puesto que no podían forzar el paso; pero, de improviso, decidieron retroceder.

Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama. Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.