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Aresti seguía moviendo la cabeza, como quien oye una canción harto conocida. No le extrañaba la situación de Sánchez Morueta: era la de muchos poderosos de aquella tierra. Vivían rodeados de todos los goces del bienestar, pero en una pobreza triste de afectos. Los matrimonios eran vulgares asociaciones para crear hijos y que la fortuna no se perdiera.

Por una parte, la sagrada defensa de los trigos, y por otra, las asociaciones de propaganda católica y de religiosidad obrera, devoraban todo su tiempo. Era vicepresidente de unas Ligas, secretario de otras, y consideraba un deber sagrado no faltar a ninguna de sus reuniones.

Cuando me acordé de las asociaciones venerables que había de ver tan poco tiempo y echar de menos tantas veces, cuando reflexioné sobre esa revolución sin ejemplo que las había devorado en su carrera de fuego, como para arrebatar a las personas honradas hasta la esperanza de un consuelo posible, cuando yo me dije, en la intimidad de mi corazón: «Este lugar hubiera sido tu refugio, pero no te han dejado nada; sufrir y morir, tal es tu destino», ¡oh! cuán grandes y conmovedores me aparecieron los pensamientos que presidieron la inauguración de esos claustros, cuando la sociedad, pasando de los horrores de una civilización excesiva a los horrores infinitamente más tolerables de la barbarie, y en esta hipótesis en que el retorno al estado de la naturaleza y hasta del gobierno patriarcal no era más que la quimera de algunos espíritus exaltados, esos hombres de una austera virtud y de un carácter augusto erigieron, como el depósito de toda la moral humana, las primeras constituciones monásticas.

Iba siempre con los bolsillos repletos de hojitas impresas que contenían oraciones, de pequeñas estampas y de periódicos de religiosa procacidad que le entregaban las asociaciones católicas para que los repartiese. Maltrana le había tropezado un amanecer cerca de la plaza de la Cebada peleándose de palabra con un carretero porque arreaba sus bestias con acompañamiento de tremendas blasfemias.

¡Pues ya lo creo que la defiendo!... ¡Su desvergüenza!... La desvergüenza de ustedes justifica la suya... Si vosotras la tenéis para recibirla, ¿por qué no la ha de tener ella para presentarse?... ¡Vaya! exclamó escandalizada la marquesa de Lebrija, presidenta general de tres asociaciones piadosas . Yo quisiera que me dijera usted qué se hace entonces en Madrid con esa clase de personas...

Forman asociaciones según los pueblos africanos a que pertenecen, tienen reuniones públicas, caja municipal, y un fuerte espíritu de cuerpo que los sostiene en medio de los blancos. Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o a los que los ocupa.

Empezó por unirse a unas cuantas señoras nobles amigas suyas que habían establecido asociaciones para socorros domiciliarios, y al poco tiempo Guillermina sobrepujó a sus compañeras. Estas lo hacían por vanidad, a veces de mala gana; aquella trabajaba con ardiente energía, y en esto se le fue la mitad de su legítima.

Cuatro o cinco asociaciones existen en el extranjero de escritores que han emprendido compilar datos para escribir la historia de la República, tan llena de acontecimientos, y es verdaderamente asombroso el cúmulo de materiales que han reunido de todos los puntos de América: manuscritos, impresos, documentos, crónicas antiguas, diarios, viajes, etc.

Llegaron después la señorita Fontane, encantadora solterona por convicción; la señorita Melanval, presidenta de no cuántas asociaciones y ligas, y cuya única ocupación consiste en apuntar en una cartera los nombres de las nuevas adherentes a sus queridas obras; la señora Roubinet, de buena conversación, muy farsante y demasiado ocupada en procurar su efecto personal para pensar mucho en los demás, con lo que va ganando una sólida reputación de benevolencia que nadie piensa en discutir.

Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener entripado. Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís, mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles extremas de la ciudad, y edificaron las casas llamadas de cofradías.