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Entonces se abrazaron con abandono, y ella apoyando la mejilla en la cara de Julio, sólo sentía un deseo dulce de morir. En ese momento acudieron precipitadamente Zoraida y Carmen. ¡Ha venido un hombre, no sabemos quién es! El desconocido visitante estaba en el vestíbulo. La sirvienta, que no había podido detenerle, trajo la tarjeta. Leyeron el nombre: "Ricardo Muñoz".

Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.

La noche está obscurísima, y, sin embargo, veo luces... Volvió a aparecer la llama. Hullin la miró mejor y se levantó bruscamente, apoyando la mano, durante algunos segundos, en su contraída faz.

A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario. «Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».

Teresa abrazó á su hija, que, olvidando el peligro, estremecíase de vergüenza al verse en camisa en medio de la huerta, y se sentaba en un ribazo, apelotonándose con la preocupación del pudor, apoyando la barba en las rodillas y tirando del blanco lienzo para que le cubriera los pies.

Por mi parte, es con ese espíritu con el que las oigo; pero los «tenedoróa» y los «elegantía» me producen el efecto de duros sevillanos entre monedas romanas. La guerra ha terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las victorias de Hindenburg.

Los personajes más importantes del campamento tampoco dormían. Estaban con la pluma en la mano y el pensamiento muy lejos. El ingeniero Canterac, apoyando un codo en su mesa y con los ojos entornados, creía ver el remoto París y en él una casa vecina al Campo de Marte, cuyo quinto piso estaba ocupado por su esposa y sus hijos.

Otras veces era él quien hablaba, pero brevemente, apoyando sus palabras con gestos afirmativos. Hubo un momento en que pretendió coger las manos de ella, pero Elena se echó atrás con una retracción que denotaba al mismo tiempo repugnancia y altivez.

La madre se le estaba comiendo a besos. Pepe y Leocadia, llevando cada uno un saco, entraron en el comedor: detrás venían Tirso y su madre. En vano pretendió el pobre viejo levantarse: pudo incorporarse apoyando fuertemente las palmas en los brazos del sillón; mas, al intentar sostenerse sobre las piernas, tuvo que dejarse caer en el asiento.

A lo largo de los dos costados había dos filas de bancos cubiertos con tapices de Persia, en los cuales se sentaron doce damas, unas en frente de otras, y apoyando sus espaldas en los bancos posteriores. Mucho más abajo, hacia el escenario, estaban algunos señores; junto al cancel del mariscal Grammont sólo había un grande.