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Actualizado: 7 de julio de 2025


Apoyados con ambas manos en sus largos palos de avellano, inmóviles, las picudas monteras alzando sus puntas negras y siniestras á los resplandores de la hoguera, ofrecían un aspecto pavoroso. Si cupiera el pavor en un corazón magnánimo, diríamos que Quino lo había sentido.

Al ir hacia proa, vio apoyados en la barandilla a Ojeda y Mrs. Power, mirando el mar, con los codos y los flancos en apretado contacto. La brisa retorcía como espirales de fuego algunos rizos de la norteamericana que se escapaban de un sombrerillo de tela de oro.

¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada. ¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada.

A todo esto llovía, llovía, y la tarde de invierno caía prontamente, y el celaje gris ceniza parecía muy bajo, muy próximo a la tierra. Chinto encendió el candil de petróleo, y trajo caldo a la paralítica, y permaneció sentado, sin chistar, con las rodillas altas, los pies apoyados en el travesaño de la silla, la barba entre las palmas de las manos.

Cesó de hablar un momento y no hizo caso de la mirada de su amigo, que parecía preguntarle qué interés podía tener para él este relato. Estábamos al borde de un terraplén, apoyados en la valla, y nuestras cabezas quedaban al mismo nivel que las de los hombres agrupados en los vagones. El largo convoy, cuya cabeza tocaba ya la estación, iba avanzando lentamente.

El tío presentía el suceso dijo Maltrana alegremente . De enterarse a tiempo, hubiera sido capaz de pedir su parte de colores. El recuerdo de las caricias le hizo juntarse, enlazar sus brazos, caminar apoyados uno en otro, mirándose con ojos en los que aún brillaba el fuego de las recientes sensaciones. Feli olvidaba su enfado.

Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara.

Abrió la puerta una gorda maritornes, pues Felipe, siempre infantil y candoroso, había conservado la costumbre de hacerse servir por una mujer. En aquellos momentos estaba en su despacho, con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, y los dedos ferozmente hundidos en el cabello, embebido en la formidable cuestión de la pared medianera.

Hizo aquí una pausa larga el irritado señor de Rivera, y dijo después en tono perentorio, saliendo del comedor: ¡Que no te vuelva a ver esas patillas! Enrique recibió la reprensión de malísimo talante, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza metida entre las manos en señal de protesta.

Precisamente, en un monumento de la importancia de nuestro Alcázar, hallamos numerosos ejemplos de estas libertades constructivas. Las maderas de las techumbres de estas galerías bajas, lo mismo que las de las altas, serían de parihuelos apoyados en un friso ó arrocabe pintado más ó menos ricamente, según el lujo de los dueños y con dorados racimos estalactíticos en los ángulos de los corredores.

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