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Por su parte, el señor Laubepin me observaba con una atención singular, que no me parecía exenta de malicia. Recordé entonces que mi padre había pretendido siempre, descubrir en el corazón del ceremonioso Tabelion y bajo sus afectados respetos, un resto de antiguo germen bourgeois plebeyo y aun jacobino.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria.

¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada. ¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada.

De maldita de Dios la cosa sirvieran los contratos de compraventa, si al tiempo de consumarlos no llevaran más requisitos que el mutuo convenio de los contratantes y el ante del tabelión más competente del juzgado. Y cuidado, señores legistas, con atribuirme la pretensión de poner en duda la legalidad de las fórmulas que sobre el particular se vengan usando desde la fecha de las Pandectas.