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Esperábala para decirte; amigo mío, colmadas todas mis ambiciones y agobiado por los desengaños, quiero abandonar la corte y respirar el aire libre de tus montañas, única campiña que he visitado en mi vida, y en la cual espero realizar todas las ilusiones que he adquirido con mi lectura favorita.

De éste surgían unas mangas de terciopelo de distinto color que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana, obra de los plateros chuetas. Una triple cadena de oro deslumbrante, rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes, que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre.

En honor de la verdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a un valeroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón de estoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomo enemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta y dos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasos próximamente.

Entre los caballeros que seguían á Duguesclín podría citaros en este momento una veintena capaces de romper lanzas, sin desventaja, con los más brillantes paladines de Inglaterra. En tanto el pueblo, agobiado con tributos y gabelas, sufre, trabaja y calla, y vive como Dios le da á entender.

Cristela le repuso: Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de oro de su dote. El príncipe Fénix añadió: Su pelo es rojo y su cuerpo parece agobiado...

Y ella, obedeciendo a aquella extraña indicación y notando también la súplica que se veía en el rostro del veterano, rogó al General y su séquito que esperasen allí; dijo Sarto a la muchacha que se apartase a distancia, y él y Flavia se dirigieron a pie hacia donde estábamos. Cuando los vi acercarse, me senté, agobiado, en el suelo y oculté la cara entre las manos. No podía mirarla.

El caballero joven que había pasado la noche haciendo números, sumas y restas, dejó caer la cabeza sobre el pecho, agobiado de cansancio y de pena. Luego, levantándose, fue hacia la cama donde dormía la mujer hermosa. Ella, al oírle acercarse, despertó tendiéndole los brazos.

El cura hizo locuras, verdaderas locuras; se había lanzado, y no podía contenerse. Daba hasta a aquellos que no pedían nada. Encontró a Claudio Rigal, antiguo sargento que dejó un brazo en Sebastopol, algo agobiado ya y con la cabeza gris, pues el tiempo pasa, y los soldados de Crimea pronto serán ancianos, y le dijo: Tomad, ahí tenéis veinte francos.

Y en medio de estas vacilaciones, agobiado su espíritu, rompió a llorar con la más profunda aflicción. Acudieron a ella, vino la dueña de casa, la preguntaron por la causa de su llanto, y respondió que se había puesto enferma y que deseaba retirarse.

¡Válame Dios! -dijo la sobrina-. ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres!