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Durante algunos minutos, apoyado en la pilastra, Muñoz aguardó todavía, con la esperanza pueril de que Adriana por un milagro apareciera. Porque se había acostumbrado a esa secreta hora de voluptuosa alucinación, como se habitúa el fumador de opio a la caricia fantástica que se le desliza en los sentidos con el veneno de la droga. Al fin se decidió a marcharse.

Y mientras discurría de esta suerte para , aumentaba su deseo ansioso de que se reconstruyera el idilio y se casaran. Con la primera que se encontró fue con la misma Laura. Había adelgazado en pocos días. Vestía un batón azul, ceñido con cinturón de seda negra, y en tan descuidado arreglo, sin embargo, una gracia suave la envolvía. Adriana quedó helada.

Lo malo estaba en que había escrito a ella suplicándole, para esa misma noche, la última entrevista en casa de Charito, contando con ir en seguida que Julio le pusiera al corriente de toda la verdad. Pero le tranquilizó la amarga evidencia de que Adriana no iría a casa de Charito.

Volviendo al corazón mismo de nuestro asunto, debo decirte que no me habló ella nunca de las Aliaga, de esa familia que idealizas. Adriana no las conoce, eso debe ser broma tuya. ¿Y hace tiempo que vienes aquí, a esta casa? He venido dos o tres veces, a lo sumo. ¡Ah! Ya estoy dudando de la misma Charito. Dos o tres veces... ¿Para qué te invitan?

Era otra cosa, también, su manera de entrar, decir saludando algunas palabras distraídas, y luego, sentándose con las manos en los bolsillos, quedarse pensativo y como si estuviese completamente solo. Adriana se preguntaba por qué no había ya, entre él y ella, la locuacidad amable de la tarde que se habían conocido.

Ahora, para el caso de Adriana, su extrañeza y su perplejidad eran producidas por la precipitación con que iba a realizarse el matrimonio. No hallaba, en su experiencia, un hecho análogo que pudiera servirle como elemento de juicio. ¿Dónde está Adriana? preguntó. De un momento a otro la verás, está por salir con Raquel, para la confesión. Ambas, en efecto, aparecieron.

Volvieron a encontrarse la mirada de Laura, llena de manso desvío, y la entristecida de Adriana. Movida ésta por impulso más fuerte que su voluntad y experimentando al mismo tiempo una sensación rara y penosísima, se acercó a Laura, le habló al oído y la sacó fuera de la habitación.

El salón y las luces brillaban para Muñoz como algo irreal. Hería sus nervios el rumor de las conversaciones y de las risas alegres. Las personas que más conocía le parecieron nuevas, casi extrañas. Se puso a cavilar. ¿Por qué Adriana no se había detenido? ¿Por qué su cara no demostró siquiera placer de verle después de tres semanas?

Todavía de , que era una coqueta... que soy una coqueta... Óyeme: no te fastidies, nada te cuesta decir que todos esos muchachos tenían la cita conmigo. Puedes estar segura que yo no cargaré con la culpa. ¡Ah! pero misma, concluyó Adriana acariciándola, has acabado por convencerte de que fue una cita, y una cita con varios.

Adriana le pegaba por una rivalidad pueril. Estaban solas en el patio de la casa y junto a la habitación donde el padre muriera algunos meses antes.