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Actualizado: 5 de julio de 2025
¿Por qué, señor? le preguntó Laura. ¿Usted no sabe que Adriana quiere a Julio? Cállate, Laura, por piedad, interrumpió Zoraida, no sabes lo que dices. No, déjame hablar, él comprenderá, necesito explicarle. ¡Te subirá la fiebre! Zoraida, déjame hablar, te lo pido. ¡Te subirá la fiebre! Al contrario, Zoraida; si no permites que hable, la desesperación me matará. Aquí hay un verdadero contrasentido.
Se aplicó el dorso de la mano a una y otra mejilla y volvió a reír. Parecía realmente divertida con los celos de Adriana. Aunque todas aquellas manifestaciones eran raras en su carácter de ordinario sereno y dulce, Adriana no pudo advertir, por el momento, nada de anormal. No cabía en sí de júbilo.
El rumor de la ciudad llegaba en el silencio como la resignación de una lejana queja. Y la cara de Laura, sobre la blancura de los almohadones, parecía diluirse cada vez más en la penumbra azul. Se llevó a cabo, tres días después, la ceremonia del casamiento religioso. Adriana dejó que su madre y su tío dispusieran todo lo que a la situación convenía.
Adriana propuso en su ánimo volver a aquella casa y lograr, siquiera con súplicas, la relación sentimental de la tragedia. Se la dirían llorando, y ella, la hija del hombre adorado, abrazaría a aquella hermana mayor y también lloraría a su padre desconsoladamente. Otro episodio se asociaba también al recuerdo de su visita a la familia de Aliaga.
¿Y he dejado de ser su amigo? Por lo menos ya no es el mismo. Yo me explico muy bien su adoración por Adriana, y yo a ella la quiero también, con toda mi alma. Y en mi cariño de amiga hay además un mérito que no tiene la adoración suya... Un mérito que usted ha de ignorar siempre...
Muñoz, avasallado, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo y declaró que ahora sólo deseaba el favor de una explicación con ella. ¿Una explicación? preguntó Adriana con modo desolado. Bueno, Muñoz, pero será con la condición de que esté presente Charito. Si usted lo prefiere... No, es lo mismo; déjanos solos, Charito.
Por lo menos, murmuró Muñoz sardónicamente, un marido que se hubiese casado con tu Beatriz no tendría nada que temer. Y sospechaba que la Beatriz de Julio era Adriana. Ambos quedaron repentinamente callados, sin poder reanudar la conversación. Julio se despidió.
Pero viéndole sonreír y ponerse por un momento en actitud de gran atención, siguió hablando, sin preocuparse ya de él y conformándose con hablar para sí mismo. Experimentaba algo así como la embriaguez de sus recelos y de su angustia. Relataba los episodios desconcertantes con fidelidad minuciosa, y de vez en cuando se detenía, azotado por la visión repentina de Adriana bailando con el otro.
Óiga... para no gastar palabras inútiles y sobre todo para no hacerle afirmaciones que usted puede poner en duda, no he de repetirle que lo quiero... pero en cambio le propongo algo que será una prueba decisiva de mi sinceridad. Adriana, deje primero que le haga una última súplica.
Pero después, cuando Muñoz llegaba a su presencia, ávido y tembloroso de la felicidad leída, todo el encanto se mudaba en decepción. Entonces se complacía en hacerle sufrir y de sus lindos labios sólo salían palabras de burla. ¿Por qué le preguntaba Muñoz desesperado por qué no es usted la Adriana de sus cartas? Ella, sin responder, sonreía vagamente.
Palabra del Dia
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