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Actualizado: 5 de julio de 2025


Es nuestro mejor amigo, nuestro único amigo, porque a los muchachos parientes que suelen venir, ni los tenemos en cuenta. ¡Julio nos entiende tanto! ¿Quieres creer que yo, a él, le confesaría lo que ni a Laura ni a Zoraida podría decirles nunca? Y estas noticias embargaban completamente la imaginación de Adriana.

Y la atmósfera de pasión que ella respiraba en casa de las Aliaga, la abuela reaparecida en el claror de la luna, la dolorosa idea de su padre suicida por amor, todo seguía atrayendo sobre ella una impalpable influencia. Una especie de ingenuidad pura, algo como deseo sobrenatural, se infundía en Adriana por la idea de que su corazón se apasionaba.

Una felicidad hubiera sido entonces, para Adriana, contemplar a las monjas en la media luz del crepúsculo formando hilera detrás de los arcos, con los labios rezando el rosario entre las manos juntas y los ojos perdidos en la visión vaga del esposo celeste.

Cuando Muñoz quedó solo, volvió a embargarle el pensamiento de Adriana y vio su imagen proyectarse, radiante, en el salón iluminado; junto a ella dos ojos saltones emergieron, temblorosamente, en una cara afilada, fina... ¡la cara de Castilla!

Muñoz, a punto de contestarle despectivamente, se retuvo al oír la noticia; y por la sola posibilidad de que aquella charla de Castilla pudiera revelarle cualquier circunstancia referente a ella, le siguió escuchando. A , en realidad, no me gustan las muchachas como Adriana, prosiguió Castilla.

Adriana se abandonaba a la dulzura de quedarse allí, anegada en sus propias ideas y en la vaga contemplación de esta calle solitaria, retraída del rumoreo cosmopolita con su elegante edificación de cerrados palacetes.

Pero sólo quiero explicarte... Estoy segura de que todavía lo quiere a José Luis. Dicen que pronto pedirá él una licencia y vendrá... Si eso sucede, Zoraida, tenemos que hacer lo posible, por lo menos, para que vuelvan a verse... Adriana ignoraba todavía las circunstancias de aquel antiguo noviazgo de su amiga. Sin embargo, le pareció que tanto Zoraida como Carmen se equivocaban.

¡Ah, pensó Adriana, encantarse conmigo, ellas que viven en un continuo encantamiento! Y siguió leyendo, ávidamente. Carmen le refería que casi siempre estaban solas, que rehuían toda relación con mozos, a causa de cierta manía o preocupación de Zoraida, toda una historia muy dolorosa, que ella prometía contarle.

Fuera de Julio Lagos, una excepción, únicamente recibían a dos o tres parientes y no iban a parte alguna, como no ser a misa. Concluía la carta pidiéndole, encarecidamente, que las visitara sin falta. Bajo la firma de Carmen, había esta línea escrita con caracteres agudos: "Yo también se lo pido, Adriana". Julio Lagos.

Adriana, para avivar la sugestión de este recuerdo, solía leer aquel poema francés en que un amante muerto sale melancólicamente de la tumba, llama a la habitación de su amada y murmurándole palabras de lúgubre ternura, la lleva consigo al cementerio.

Palabra del Dia

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