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Actualizado: 5 de julio de 2025
La muerte de su padre permanecía envuelta para Adriana en una penumbra de lejano misterio. Había llegado a la sospecha, luego a la certidumbre, de un suicidio. El episodio se remontaba a los primeros años de su infancia.
Se quedó él caviloso, mirando sin ver hacia los dos novios que continuaban con las caras pegadas al sofá, según la expresión de Adriana, y ni siquiera habían advertido la repentina y bulliciosa invasión.
Había allí una luz atenuada, tranquilidad más íntima y sólo tres o cuatro cuadros de gran tamaño. Inquietud, dicha sobresaltada se apoderaron de Adriana. Una suavidad, que recubría poco a poco los objetos próximos, los aislaba del mundo como con un velo.
Asoció las circunstancias del caso, y meditando sobre cada uno de sus aspectos, contempló las cosas como si se tratara de un drama ajeno. ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué actitud tomaría Adriana ante él y con relación a la pobre Laura? ¿Y cuál sería su propia actitud? Se formuló por orden estas preguntas, para derivar consecuencias lógicas. Pronto empezaron a brillar las terribles respuestas.
Calló, cubriéndose los ojos, y esperó la respuesta de Adriana. El calor de sus propias palabras había traído a su ánimo una serenidad desconocida. Yo lo escucho, Muñoz, dijo ella y comprendo que si usted me hubiese hablado así en otro tiempo, no habrían pasado muchas cosas... No me parecería un desatino, al menos, esta pasión suya... Usted no es el de antes... Sí, un desatino.
Del vasto teatro les llegaba el eco prolongado de un canto, seguido de aplausos que morían en un súbito silencio. Y estos intermitentes rumores de la invisible multitud que palpitaba tan cerca de ellos, contribuían a darles la sensación de hallarse circundados por una suave y amorosa quietud. Adriana escuchaba a Julio con abandono. Le parecía que sólo un tenue velo de dulzura separaba sus almas.
Se recreó en las curiosidades arqueológicas, aseguró que la ciencia de los venenos no había progresado, que habíamos perdido las fórmulas de Locusta, de Lucrecia Borgia, de Catalina de Médicis y de la marquesa de Brinvilliers, y lamentó, riendo, la pérdida de tan hermosos secretos, lloró por el veneno fulminante del joven Británico, por las guantes perfumados de Juana de Albret, los polvos de sucesión y el licor de familia que cambiaba el vino de Chipre en vino de Siracusa; en su revista no olvidó tampoco el ramo fatal de Adriana Lecouvreur.
Adriana buscó un rincón de penumbra y se recogió bajo una Virgen en cuya cara pintada groseramente habían figurado lágrimas de cristal. El hombre vino, caminando sin ruido; con su largo palo apagó, por encima de Adriana, los dos cirios que alumbraban el pobre altar. Ella se anegó en una vaguedad dulce y profunda.
Cuando habla contigo también replicó Laura Julio siempre mira así. ¿Saben de quién se ha de enamorar entonces? preguntó Carmen como maravillada. ¡De Adriana! Estoy segura, no sé por qué. Pero lo dijo con el mismo ligero tono de ironía y como por dar a su amiga una broma amable. Ya tarde llegó Julio y le contaron las amorosas reminiscencias de la abuela.
Sí, venga, Muñoz, dejémosla.... Ella es algo enferma, ¿usted no sabe? Y le miraba seria, enrojecidos por las lágrimas sus ojos verdes. Muñoz obedeció. Pero su espíritu se había turbado y le asaltó la antigua sospecha de que Adriana jamás podría quererle. Por primera vez, después de la inesperada confesión de amor en casa de Charito, le intrigó el apuro singular con que se habían llevado las cosas.
Palabra del Dia
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