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Adriana se abandonaba a la dulzura de quedarse allí, anegada en sus propias ideas y en la vaga contemplación de esta calle solitaria, retraída del rumoreo cosmopolita con su elegante edificación de cerrados palacetes.

Los diminutos pétalos que envuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, se desprendían de las ramillas y caían al suelo como finísima lluvia, produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol los hacía a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.

La misa terminó, algunas señoras se pararon, persignándose; en seguida, con un sofocado rumoreo, todo el elegante gentío se levantó también, y lentamente, formando hilera, comenzó a salir. Los bancos quedaron vacíos. Apagados los cirios, una penumbra en el silencio fue amortiguando el brillo de los altares, y las estatuas vestidas de los santos se anegaban de sombra en sus nichos.

Ella respondía al azar, equivocándose en las palabras, y hasta saludó dos veces a un señor que le presentó Charito. Tenía la sensación de que todas las gentes vivían ciegas en el mundo, asediadas por multitud de preocupaciones triviales que las absorbían y les quitaban el sentimiento de una realidad más profunda. Iba cesando el rumoreo mundano.

Sobre el rumoreo de las conversaciones, vibraba alguna fina risa femenina y él volvía los ojos para reconocer a la que había reído. A la sola idea de que Adriana estaba allí, tan cerca de él, un desfallecimiento corría por todo su ser. El aire de la sala, tibio, sensual, y el deslumbramiento de las luces, contribuían para enervarle.

Solamente, en medio de ese rumoreo adormecedor, lanzaban de vez en cuando al aire sus agudos chillidos algunos pequeños mochuelos que volaban de rama en rama e iban a posarse finalmente en las medio desnudas de un viejísimo roble.