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¿Igual? ¡Anda, anda! Y con mucha formalidad me puse a explicarle la diferencia. Debí de estar muy pesado, porque concluyeron por dejarme solo. El Naranjero, que no cesaba de bromear con todo el mundo, se acercó a y me dijo: Joven, ¿qué debe hasé er que se casa?... Aprovecharse, ¿verdá uté? No comprendo por qué aquella inocente broma me pareció un insulto terrible.

Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aun no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales. El cielo iba agrandando sus claraboyas por la parte de El Moral sin infundir vida ni alegría sobre la tierra.

Al cabo se acercó por detrás á su querida y, tomándole el rostro entre las manos, le dijo inclinándose: No hablemos más de eso. Seamos felices. Hace ya algún tiempo que me tratas con mucha crueldad, ingrata. Mis caricias no logran despertar en tu corazón un movimiento de ternura ni en tus labios una sonrisa. Á medida que mi amor crece parece debilitarse el tuyo. Te encuentro muy fría.

Amanecía ya y Agustín hablaba todavía; apenas la claridad del crepúsculo empalidecía la luz de la lámpara y hacía visibles los objetos se acercó a la ventana para bañar su rostro en el aire helado de la mañana. Veía su rostro anguloso y descolorido dibujarse como una mascarilla de sufrimiento sobre la extensión del cielo mal alumbrado por inciertos reflejos.

Hícelo así en un abrir y cerrar de ojos y momentos después aparecía Sarto, saludando, para anunciarme a un caballerete muy ceremonioso, que se acercó a mi lecho y tras grandes reverencias dijo que se hallaba al servicio de la princesa Flavia, y que Su Alteza lo enviaba a preguntar cómo seguía Su Majestad después de la fatiga de la víspera.

Al salir del jardín vió el Conde a su lacayo, que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria. ¡Ramón! dijo el Conde . Id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club. A poco la victoria partió. El Conde siguió a pie a las dos mujeres. Dos o tres veces se acercó a ellas y quiso hablarlas.

Al verle como un bulto, Juan sintió algo de miedo. «Si le habré matado sin querer... Y en todo caso... ha sido en defensa propia». Pero la víctima exhaló un mugido, y revolcándose como los epilépticos, repitió: «Ladrón... asesino». El Delfín se acercó y poniéndole un pie sobre el pecho, cuidando de no apretar, dijo: «Si no te callas, cucaracha, te aplasto». Levantose Rubín de un salto.

Y no obstante, yo la prefiero altiva y soberbia, cuando pasea su mirada distraída por los objetos y contesta á un saludo profundo con leve inclinación de cabeza. Mujeres hay muchas; damas muy pocas. Cuando me acerco á ella tiemblo de los pies á la cabeza, pero este temblor me hace gozar extraordinariamente. Son misterios de mi organismo que á nadie se pueden confiar, porque nadie los entendería.

Sarto dije, tengo que hablar un momento a solas con el prefecto. Escolte usted a la Princesa. Veamos, señor prefecto; ¿qué quiere usted decir? pregunté. Se me acercó y me incliné hacia él. ¿Y si el joven ese hubiera estado enamorado de la dama? murmuró. Nada se ha sabido de él en los dos meses y a su vez el prefecto dirigió una mirada al castillo.

En mi cuarto, por la noche, leía furtivamente las novelas de Dumas, ese gran amigo de la adolescencia, ese encantador de los primeros años; y me adormecía entreviendo la poética figura de Ascanio u oyendo el ruido de las espuelas de D'Artagnan. Una noche, durante la época de las vacaciones, Valentina se acercó a mi lado, y con un acento lleno de gracia, me dijo: ¿Va a comer mañana en casa?