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Pero Jaime, al contemplar a esta compañera de soledad, atravesaba con la imaginación su áspera mascarilla, adivinando sus serenas facciones y el misterio de sus ojos orientales, rasgados en forma de almendra. La veía como nadie podía verla. Sus largas horas de contemplación silenciosa habían acabado por borrar el rugoso antifaz, obra de los siglos.

Verdaderamente no era guapo; su rostro estaba envejecido, mustio, lleno de arrugas; sus ojos no tenían brillo; las gafas le habían dejado una señal roja en lo alto de la nariz. Había en su fisonomía un no qué de gris, de muerto, como si no fuera la de un hombre vivo, sino la mascarilla de un cadáver. No parecía ni un espía ni uno de los que los espías se dedican a perseguir.

Amanecía ya y Agustín hablaba todavía; apenas la claridad del crepúsculo empalidecía la luz de la lámpara y hacía visibles los objetos se acercó a la ventana para bañar su rostro en el aire helado de la mañana. Veía su rostro anguloso y descolorido dibujarse como una mascarilla de sufrimiento sobre la extensión del cielo mal alumbrado por inciertos reflejos.

Llegado ante la puerta, advirtió en el suelo la mascarilla negra de Gonzalo; cogiéndola con presteza se la puso en el rostro. Golpeó tres veces y luego otras dos con los nudillos. El paño de la capa desprendía afeminado perfume. Su espíritu comenzó a divagar. Vio y dejó de ver varias veces una almohada de Aixa engalanada con hilo de oro y piedras preciosas.

Todos tenemos una querida ideal, cuya mascarilla en vano buscamos entre las mujeres de la tierra. ¡Un alma de mujer, como un cáliz de oro, donde verter el licor musical de nuestro corazón en esas horas tristes en que la emoción se desborda! La Musa de la Noche tiene para todos los magos prestigios de esa amante suprema.