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Actualizado: 1 de junio de 2025
¡No! no creas eso; eres la más perfecta y la más querida de las abuelas... No puedes tomar a mal que yo estudie la cuestión de las solteronas. ¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían las mujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.
Los niños de hoy, convertidos en viejos, harían memoria de cómo aprendieron á jugar á la pelota con unos soldados llegados de una tierra de prodigios al otro lado del mar; las muchachas, hechas abuelas, se acordarían nostálgicamente del novio americano que tuvieron.
No siendo madre, como lo son las pobres hembras, da todo su tiempo al amor, prolonga maravillosamente su juventud y piensa en inspirar pasiones á la edad en que las otras viven como abuelas. ¡A esa es á la que yo temo! Si entra aquí, se acabó nuestra sociedad, nuestra vida tranquila y dulce. Se levantó de la mesa el príncipe, y todos hicieron lo mismo.
Como usted, yo he observado la corrupción de las costumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observado el descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de las tías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y he dicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro de poco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado». Nada, nada, señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia que conozco, y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras sean solteras.
Para que usted lo sepa, somos parientes de la Santa Virgen, nada menos; y en prueba de ello, una de mis abuelas, cuando rezaba el rosario con sus criadas, según la buena costumbre española... Costumbre que se va perdiendo interrumpió suspirando la marquesa. Decía prosiguió Rafael : «Dios te salve MARÍA, prima y señora mía», y los criados respondían: «Santa MARÍA, prima y señora de usía.»
La anciana condesa, apegada a aquella niña con la pasión de las abuelas que no siempre han sido madres tiernas, apenas la sobrevivió; y el señor Neris, padre y abuelo igualmente desgraciado, sacudió el polvo de los zapatos en el umbral de la Ciudad Eterna, volvió la espalda a ese sol mentiroso, prometedor de vida que no había podido caldear sus miembros helados, y volvió a meterse en su agujero como un animal herido para terminar su existencia donde Blanca había empezado la suya y delante de la tumba donde reposaría un día a su lado.
Desde las fronteras de Texas a los hielos de Magallanes, vivía España y viviría luengos siglos en el doctor sentencioso, trasatlántico, descendiente de Salamanca y Alcalá; en la dama graciosa y devota que imita las últimas novedades de la elegancia exterior, pero guarda el alma de sus abuelas; en el caudillo aventurero que renueva al otro lado del Océano los romances medievales de la Península; en la irresistible admiración por el valor y la audacia que sienten hasta los más ilustrados, colocando el coraje por encima de todas las virtudes humanas.
Pero estamos en guerra, y toda mujer tiene despierto el entusiasmo ancestral que sintieron sus remotas abuelas por la bestia agresiva y fuerte... Las grandes damas que hace meses complicaban sus deseos con sutilezas psicológicas, admiran ahora al militar con la misma sencillez de la criada que busca al soldado de línea.
Se oye a lo lejos una campana, una de esas campanas de aldea, familiares como la voz de las abuelas. Tañe con el toque del nublado. Debemos hallarnos cerca de San Lorenzo de András. Conozco la campana. ¡Pues no hicimos poca deriva! Hasta que amanezca no podemos navegar, y aun así veremos... Habrá que ir achicando agua toda la travesía.
La frase acá estamos todos tuvo origen, según el vulgo, en un cuentecillo relatado mil veces por las abuelas a sus nietezuelos: «Un duende hacía tantas diabluras en una casa, escondiendo mil cosillas, y rompiendo otras mil, que el inquilino, por huir de él, se resolvió a mudarse a otro barrio.
Palabra del Dia
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