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A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus famosas conquistas.

Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribirNecesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto... Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?... Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh , mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!...» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.

El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.

Le he amado toda mi vida decía el maestro de capilla . A me educó un fraile jerónimo, un exclaustrado viejo, que, después de abandonar el convento, corrió algo de mundo como profesor de violoncelo. Los Jerónimos fueron los grandes músicos de la Iglesia.