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Lo siento por lo que pensará de España... Lo siento por don Quijote dijo haciendo su maleta en la madrugada. Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle. Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, suceso ocurrido muchos años antes de nacer ella.

Y cada vez que terminase un verso... un beso; a cada estrofa concluida, seis, doce... una lluvia; y cuando diese fin a la obra, él la leería con su voz de oro, y ella escucharía arrodillada a sus pies adorándolo como un dios: «¡Oh, mi novio, mi Tannhauser!... ¡Poeta colosal!».

Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos.

Y el muchacho, sonámbulo, embriagado por la Naturaleza, hipnotizado por la extraña contemplación, movía la cabeza ridiculamente, y al par que pensaba que todo aquello era magnífico para puesto en verso, tarareaba la célebre obertura con tanta fe como si fuera el propio Tannhauser escandalizando con su himno a la corte del landgrave. Andresito... oye; oiga usted.

Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribirNecesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto... Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?... Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh , mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!...» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.

Era una locura; pero el visionario muchacho «veía» cantar los campos y gozaba en la muda sinfonía de los colores, en aquella obra silenciosa y extraña que se parecía a algo... a algo que Andresito no podía recordar. Por fin, un nombre surgió en su memoria. Aquello era Wagner puro; la sinfonía del Tannhauser, que él había oído varias veces.

Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser?