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La Delfina la había ofendido y ultrajado, cuando ella no hacía más que contarle a la santa sus penas y el conflicto en que estaba. Por fin, a fuerza de meditar en ello, amasando sus ideas con la tristeza que destilaba su alma, empezó a prevalecer la afirmativa. Cierto que debía pedirle perdón por el intento que tuvo de arañarle la cara, ¡qué barbaridad!, y por las palabras que se dejó decir.

Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y expuso: que don Fernando había asesinado al marqués, amparado por la ley; que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.

El conocimiento que cada cual tenía del otro los hizo prudentes, rehuyendo un choque formidable que había de ser funesto. Pero vino al fin. Se dijo entre los murmuradores que Osorio, cansado de la indiferencia y los desdenes de su esposa, en una hora fatal de ira y desesperación la había ultrajado con su misma doncella y en el mismo tálamo nupcial.

Aquel marido, tan vilmente ultrajado, sin querer darse cuenta de ello, respiraba con delicia el aliento de su esposa, y vivía de la sombra de su vida. Todavía más; vivía de la esperanza de perdonarla.

¡Y me vende! ¡Te vende! ¡te vende!... En fin, no hablemos de eso... ya has dicho que no quieres mis filosofías. Ello es, que si armas arriba una escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro. ¡Hombre dices las cosas de un modo!... La verdad. Un drama completo.

Las lágrimas, que en amargo tropel se asomaban a los ojos de la enamorada, quedaron detenidas y, fuese máscara del amor propio ultrajado o serenidad fingida, en su cara se dibujó de pronto una calma pasmosa: queriendo aparecer tranquila, se enjugó el llanto con el pañuelo; pero el dolor pudo más, y del pecho se le escapó un sollozo largo y angustioso que parecía quejido de alma moribunda.

¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas ¡vive Dios! nunca se olvidan. Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza: eres un pillo, que finges ultrajes por conservar tu libertad. Te presentas como marido infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras a otros maridos. Te conozco, egoísta. Y la conciencia no se engañaba.

A un Jesús Nazareno, con la cruz a cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la caña por irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de las manos, o a un Cristo crucificado, sangriento y moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a pedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores.

Mario le contempló lleno de pasmo, como siempre que se acercaba desde hacía algún tiempo a aquel hombre extraordinario. Presentación no quedó ciega, pero desfigurada. Era un dolor ver aquel rostro, tan hechicero en otro tiempo, ultrajado por repugnantes costurones. La infeliz no cesaba de llorar, aunque con esto dañase a sus ojos, aún no curados por completo.

El otro sentimiento procedía del fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y le inspiraba una protesta contra el ultraje y despiadado abandono de la desconocida. Por más que el Delfín lo atenuase, había ultrajado a la humanidad. Jacinta no podía ocultárselo a misma. Los triunfos de su amor propio no le impedían ver que debajo del trofeo de su victoria había una víctima aplastada.