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El hombre que estaba junto al cazuelón y sobre él trabajaba, habría pasado en otro país por prestidigitador o por mono, pues sólo estos individuos podrían igualarle en la ligereza de sus brazos y blandura de sus manos.

¡Qué agilidad aquella con la que el patrón, apoyándose sobre la mano izquierda, saltaba el mostrador! Qué gracia con la que desplegaba ante los ojos de los clientes, de un golpe, y como un prestidigitador, la pieza de percal, de muselina o de barège envuelta alrededor de la tablilla que quedaba desnuda de su preciosa mercancía, abandonada indiferentemente sobre el mostrador.

Metiendo la mano en su bolsillo, sacó una peseta y la mostró al muchacho, cuyos ojos soñolientos se reanimaron de súbito, y alzó la mano hacía la moneda, diciendo con un gruñido: «Pa . , para ti estaba» dijo, riendo la Sanguijuelera, guardándose la moneda con más viveza que un prestidigitador.

El prestidigitador buñuelista era un hombre pequeño, antipático, tirando a viejo. Sudaba tanto con aquel continuo y fatigoso ejercicio, que su cara parecía haber estado en remojo poco antes. Para entretener el fastidio canturreaba 10 esta copla: Reinará D Carlos con la Inquisición, cuando la naranja se vuelva limón.

Al llegar aquí Juan se asustó, creyendo que se le había ido un poco la lengua, y cayó en la cuenta de que si Fortunata era como él decía, si no tenía complexión viciosa, mayor, mucho mayor era la responsabilidad de él por haberla perdido. Jacinta hubo de pensar esto mismo, y no tardó en manifestárselo. Pero el prestidigitador acudió a defender la suerte con la presteza de su flexible ingenio.

Educolo el prestidigitador De-Hinchú, pasando los siete primeros años de su vida saliendo de cestos, cayéndose de sombreros, subiendo por escalas y dislocando sus tiernos miembros a fuerza de colocarse en violentas actitudes.

Y ya no pudo moverse sin encontrar ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás, elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada sus palabras y sus gestos, como si estuviese en presencia de un prestidigitador y no quisiera perder detalle. Se resignó Isidro a estas desobediencias, vulgares tropiezos de la realidad... Pero había que proceder con rapidez. ¡Adelante!

Pero el cubilete estaba delante, el prestidigitador detrás, yo en medio, y mis 27 francos debian ser escamoteados sin recurso. Despues de pagar, saqué un cigarro como para reponerme del ataque sufrido; pero uno de los caballeros garçones acudió presuroso diciendo: il n'est pas permis de fumer ici. Salimos del restaurant Champeaux á las nueve y media.

Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante. ¡Quién sabe! dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California. ¿Pero tiene una criatura nueva para cada función? repuse. ¡Acaso! ¿Quién sabe? ¿Pero qué será de éste?

Hablaba, siempre que podía, al oído del interlocutor, guiñaba los ojos alternativamente, gustaba de frases de segunda y hasta tercera intención, como cubiletes de prestidigitador, y era un hipócrita que fingía ciertos descuidos en las formas del culto externo, para que su piedad pareciese espontánea y sencilla. Todo se volvía secretos.