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Tomé en el acto mi billete e hice transportar a bordo mi equipaje, felicitándome de tener el tiempo suficiente para ir a una de las próximas estaciones del canal y poder apreciar por mis ojos la marcha de las obras y el porvenir de la empresa. Pagué mi cuenta al infame mulatillo, y cuando me encontré a bordo, en un vapor pequeño e incómodo, creí que entraba solemnemente en el paraíso.

Me dirijo al mulatillo de cara canalla que está fabricando un whysky-coktail y le pregunto con quién me entiendo para obtener cuarto. El infame zambo, sin quitarse el pucho de la jeta, me contesta, en inglés, a pesar de ser panameño, que arriba está la dueña y que con ella me entenderé.

Y ya no pudo moverse sin encontrar ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás, elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada sus palabras y sus gestos, como si estuviese en presencia de un prestidigitador y no quisiera perder detalle. Se resignó Isidro a estas desobediencias, vulgares tropiezos de la realidad... Pero había que proceder con rapidez. ¡Adelante!

Tras de él iba el mulatillo, abriendo los ojos cada vez con mayor asombro al no comprender nada de tales brujerías. Los dos jóvenes argentinos agregados a la expedición se habían subido a la cumbre de una roca, y allí estaban sentados con las piernas colgantes.