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Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado... En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo: Veréis a Clarita.

Al subir los escalones del peristilo del museo del Louvre y descubrir al final de larga sala, arrimada a un cortinaje rojo, sola sobre su pedestal la célebre Venus de Milo, sintiose poseído de una emoción indefinible: las piernas quisieron doblársele, y si no le detuviese el temor al ridículo, hubiera caído de rodillas ante la majestad de la diosa, a semejanza de los marinos griegos, que al arribar a la costa de Milo se apresuraban a rendir adoración a la hermosa Aphrodita.

Maltrana siguió besándola, interrumpiendo sus caricias con ardorosas palabras. Grita lo que quieras... pero no te dejo. He de asesinarte, matarte a besos... Te adoro. Eres la Venus de Milo... La de Milo, no, ¡que barbaridad! no tiene brazos, y los tuyos son muy bonitos.

Pongamos por caso que se generalizase entre los hombres el ser tan hermosos como el Apolo de Belvedere, y entre las mujeres el ser tan guapas y bien formadas como la Venus de Milo o la Calípiga, y al punto los elegantes y aristócratas hallarían vulgar y ordinario el ser así, y para distinguirse ya se deformarían el cráneo, comprimiéndole o llenándole de burujones, ya incurrirían en otras empecatadas extravagancias.

Más bien que la de Milo la de Médicis rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos. ¡Es un Fidias! exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros. Y Bermúdez se atrevía a rectificar también: En mi opinión más parece de Praxíteles.

Con esto y con peinar sus cabellos del modo sencillísimo que los tiene la Venus de Milo, semejaba al parecer en los salones hermosa estatua que llegase de la Grecia. Una cosa hacía muy digna de censura en el terreno moral, aunque no lo sea en el del arte: descotarse con exageración. Una de las sumas bellezas que poseía era el pecho. Parecía amasado por las Gracias para trastornar a los dioses.

19 si con verdad y con integridad habéis obrado hoy con Jerobaal y con su casa, que gocéis de Abimelec, y él goce de vosotros. 20 Y si no, fuego salga de Abimelec, que consuma a los señores de Siquem y a la casa de Milo; y fuego salga de los de Siquem y de la casa de Milo, que consuma a Abimelec. 21 Y huyó Jotam, y se fugó, y se fue a Beer, y allí se estuvo por causa de Abimelec su hermano.

Bueno está eso, respondió Cacambo: ¿pues no tuve que dar doscientos mil al señor Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, gobernador de Buenos-Ayres, para alcanzar su licencia de traerme á Cunegunda? ¿y no nos ha robado un pirata todo quanto nos había quedado? ¿No nos ha conducido dicho pirata al cabo de Matapan, á Milo, á Nicaria, á Samos, á Petri, á los Dardanelos, á Mármara y á Escutari?

Siempre el mismo sofá de cuadros amarillos, los dos sillones de paja, la Venus de Milo, y la Venus de Arlés en la chimenea, el retrato del poeta por Hébert, su fotografía por Esteban Carjat, y en un rincón, cerca de la ventana, el escritorio, una humilde mesita de oficial del registro, completamente atestada de librotes viejos y de diccionarios.

En otros mundos, sujeta la materia á otras condiciones y con otra conformación los sentidos, ¿quién sabe cómo podrá ser la aparición sensible de la belleza? Esto es lo relativo. Pero la esencial y sustancial belleza que se nos revela en el Apolo de Belvedere y en la Venus de Milo, es la belleza absoluta.