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Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería del salón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado por Goya.

Y adiós de nuevo y para siempreCuatro años después de escrita esta carta, doña Mencía, apartada del mundo y de todo trato de gentes, salvo el de sus hermanas las religiosas, se consumió como si un fuego interior la devorase, se marchitó como rosa aromática en el ardor del estío, y entregó a Dios su alma en el convento de Santa Clara de Córdoba, edificando con su resignada, ejemplar y cristiana muerte a las pocas personas que por entonces la trataban.

Zuheros y Doña Mencía, esta con su castillo, aquella al pié de una elevada cordillera de rocas y montañas, conservan celosas la memoria de un alcaide, Diego de Cabrera, y de un señor, Alonso de Córdoba, que se coronaron de gloria en la prision del rey chico de Granada.

Nuño llevó a Montilla, y entregó recatada y secretamente al hermano menor de D. Alonso de Aguilar, una extensa carta, escrita por doña Mencía, y que decía de esta suerte: VII

Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del califato. Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se retiró al convento de Santa Clara. El P. Atanasio y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo inmediatamente.

El Gran Capitán no supo callar entonces. Contó a doña Beatriz los fugitivos amores de su mocedad primera. Y hasta hay quien dice que le citó, asomando el llanto a sus ojos, algo de la carta que le había escrito doña Mencía, y que él conservaba piadosamente en la memoria.

No se sabe si llamado por ella, o por iniciativa propia, vino el mariscal D. Diego desde el castillo de Baena a visitar a su prima. De todos modos, D. Diego no sabía, o aparentó no saber, que el mancebo cautivo había recobrado su libertad. Preguntó por él a doña Mencía y mostró deseo de verle.

Subió la sangre al rostro de doña Mencía y le tiñó de rojo al escuchar aquellas palabras; pero con serenidad y calma, para que lo que había resuelto no se atribuyese a momentáneo arrebato, sino a resolución premeditada e irrevocable, dijo a D. Diego de esta suerte: No hubiera yo presumido ni creído nunca, Sr.

Así dio por cierto que el rapaz, su cautivo, llevaba en la frente la marca y el sello de un genio casi sobrehumano, y que delante de él se abrían luminosos horizontes de gloria y largo camino de triunfos y de grandezas. Como quiera que fuese, doña Mencía no pudo resistir a la tentación de volver a ver al rapaz. Para cohonestarla, antes de caer en ella, se le ofrecían tres razonables motivos.

Por otra parte, no cabía en la imaginación ni en el pensamiento de Nuño que doña Mencía olvidase a su esposo D. Jaime y fuese infiel a su memoria. La desproporción de edad hacía, por último, inverosímiles las relaciones amorosas. Doña Mencía hubiera podido ser holgadamente madre de aquel lindo muchacho.