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Todos aquellos recuerdos de sus cariñosos amigos quedaron pronto bien acondicionados en el zurrón, sobre el cual el previsor hermano Atanasio colocó también un paquete que recomendó mucho á Roger y que según descubrió éste después, contenía una hogaza de pan blanco, un magnífico queso y una botella de buen vino.

Confió doña Mencía al P. Atanasio una respetable suma de dinero para que la repartiera con juicioso tino entre los soldados de la hueste y los campesinos pobres de las cercanías.

Y movida, poco tiempo después, de sus pasiones y desengaños, y de un muy elocuente sermón que oyó por acaso al Padre Atanasio, en el convento de Capuchinos, abandonó la desastrada vida que hasta entonces había seguido y se volvió a Dios de todas veras.

Apenas se vieron ellos y apenas se hablaron tres o cuatro veces: lo bastante para reconocer que no había motivo para que ellos se repugnasen el uno al otro, sino que, por el contrario, el mutuo agrado, la satisfacción vanidosa de tener por consorte a una persona de gentil presencia y el pleno convencimiento de la inmaculada reputación de esta persona, todo coincidía con la conveniencia de intereses y de miras que había en el proyectado casamiento, en cuyos conciertos intervino más que nadie el padre Atanasio.

Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del califato. Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se retiró al convento de Santa Clara. El P. Atanasio y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo inmediatamente.

Se abrieron luego las nubes y abundante lluvia, un verdadero diluvio, empezó a caer sobre la tierra. No había coche ni silla de manos en que irse, y María Antonia Fernández, alias La Caramba, se refugió en la iglesia de Capuchinos del Prado, donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa. Predicaba fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo.

Entre estos iba en clase de mayor general de la expedicion el venezolano Rafaél Urdaneta, el valiente jóven José Félix Ribas y el comandante Atanasio Giraldot, asi como tambien el capitan Luciano D'Eluyar. Estos últimos eran dos bizarros granadinos. En Cúcuta quedaron Joaquin Ricaurte, segundo jefe del ejército, Francisco de Paula Santander y algunos otros.

Juanito le curó las heridas, que eran leves, con árnica, y luego, ayudado de Atanasio el jardinero, le lavó con jabón y un estropajo. Entonces se vió que Fortuna no era tan feo como parecía bajo el andrajoso manto de la miseria, que con un buen collar y bien alimentado podía presentarse en cualquier parte sin que su amo se avergonzara.

La Caramba redactó aquel escrito poco antes de morir; y, legándole además el San Vicente Ferrer de talla, se lo confió todo al padre Atanasio. Este consideró conveniente que el marqués tuviese noticia del escrito, pero no se le comunicó y le guardó entre sus papeles. El padre Atanasio consintió en que yo le leyera y en que sacase de él la copia exacta que aquí traslado.

El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió el polvoriento camino de Vernel. Los muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante.