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Laméntase en el prólogo de la profunda decadencia del teatro de su tiempo, y dice, hablando de sus propios esfuerzos, que si bien se calificaría de temeridad su afirmación de haber sabido imitar al famoso Calderón, modelo y gran maestro del arte dramático, debe, sin embargo, confesar que ha puesto todo su empeño en conseguirlo.

En la escena inmediata lo vemos de nuevo, encadenado y vestido de pieles. Laméntase, al despertar, de que han sido sueño todas las grandezas que ha visto. El Pecado está junto á él atormentándolo; pero con el auxilio de la Razón, que ha vuelto, y de la Voluntad, resuelve alcanzar de nuevo la dicha perdida, haciendo huir á la Sombra, que, juntamente con el Príncipe de las tinieblas, trama nuevas asechanzas. Después la Sabiduría se hospeda como peregrino en la habitación del Hombre.

Laméntase luego del orgullo insolente y de las ofensas que le ha hecho el cardenal Wolsey, y pide, adulándolo, venganza. Falta, pues, al juramento que antes hizo á su protector, como había faltado también al de amor eterno que hizo á Carlos.

La impaciencia arrastraba á Ulises hasta su hotel, para implorar las luces del portero. Este, animado por la esperanza de un nuevo billete, hacía sonar el teléfono y preguntaba á los criados de los pisos superiores. Luego una sonrisa triste y obsequiosa, como si lamentase sus propias palabras: «La signora no está. La signora ha pasado la noche fuera del albergo.» Y Ferragut partía furioso.

Mientras hablan los dos, vuelve la mujer misteriosa; laméntase en voz alta; póstrase en tierra ante Don Rodrigo, y le ruega que auxilie á la mujer más desdichada del mundo, contándole lo siguiente. Casada joven con el duque de Sajonia, y sin darle motivo alguno de sospecha, ha sido desde un principio víctima de su desconfianza y de sus celos.

Habían sido tal vez amigas de su hijo, representaban una parte de su pasado, y esto le bastaba para suponer en ellas grandes cualidades que las hacían interesantes. Estas sorpresas, con sus correspondientes inquietudes, acabaron por conseguir que el pintor se lamentase un poco de su nueva amistad. Le molestaba además la invitación á comer que continuamente formulaba el viejo.

Cuando los ojos del juez volvieron á fijarse en él, tenían una luz afectuosa. Había sido culpable, no por dinero ni por traición, sino enloquecido por una mujer. ¿Quién no tenía en su historia algo semejante?... «¡Ah, las mujeres!», repitió el francés, como si lamentase la más terrible de las esclavitudes... Pero bastante pena había sufrido con la pérdida de su hijo.