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Se llegan al presbiterio, se mueven vagarosos alrededor de la sepultura, tantean, se encorvan, y en silencio, con una rodilla en tierra, en un tácito acuerdo, comienzan a levantar la losa. Se les oye jadear. Cuando aparece el hueco negro, pestilente, húmedo, el viejo linajudo se inclina sobre él, y solloza con un sollozo sofocado y terrible de león viejo.

Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante horas enteras el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra, hasta que al quedar triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando victoria más por el orgullo de la clase que por las ganancias de la apuesta. Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á manos llenas.

Pero enseguida protesto yo y le desafío a que me siga con la escopeta al hombro, o con el bastón en la mano por sierras y montes arriba, a la tostera del sol de junio o con las nieves de enero; y entonces se descubren las máculas que hay debajo del revoque, y falla la máxima esa; porque es bien seguro que cuando yo comience a jadear, está usted agonizando. Eso se vería, ¡canástoles!

Oíase el jadear de los fuelles y el repique de las bigornias. Por momentos un hombre casi desnudo bajo el chamuscado mandil, abriendo el portillo de un horno, que reflejaba en sus carnes sudorosas resplandores de infierno, arrojaba el puñado de arena o asía con las tenazas algún trozo de armadura, que semejaba la corteza de algún fruto rojo y fantástico.

Cuando la sábana hubo caído sobre el lecho, Miguel apareció intensamente pálido, con una luz agresiva en sus pupilas. Ella, creyéndole enfadado por su broma, rió maliciosamente, apoyando las manos en el colchón. El jadear de esta risa entreabría el escote de su bata, dejando ver en perspectiva horizontal el secreto de unas redondeces blancos y trémulas perdiéndose en misteriosa penumbra.

Y detrás se escuchaba el jadear de la fiera. Se volvió para mirarla; el lobo tenía la cabeza de Plutón. Lanzó un grito y despertó... Al principio no se dió cuenta de su situación: creía estar en la cama como todos los días y mostró alegría al verse libre de aquella pesadilla horrible. Pero cuando se recobró y se hizo cargo de dónde se hallaba, un estremecimiento de terror paralizó sus miembros.

El Mosco notaba el jadear de sus compañeros, la fatiga que sentían en las cuestas obscuras, cuyos pedruscos sueltos rodaban bajo sus pies. ¡Animo! les decía . Ya me lo esperaba yo: sois de ciudad y no estáis acostumbrados a andar. ¡Pero si esto es un paseo!... Atravesaron el arenoso lecho de dos torrentes secos.